Alicia no conocía a su padre: su madre jamás le dijo quién fue el progenitor. Solo le mencionó a un sujeto vulgar y deplorable, con quien se encamó en una noche de alcohol y bochorno, alguien que no merece la pena. Esos eran todos los datos que Alicia sabía del hombre con quien fabuló en la infancia. Le había imaginado deportista; luego, artista romántico y oscuro, solitario y entregado al arte; luego, un poeta boxeador de vida errante y enigmática. Una vez adulta, Alicia resolvió que la versión de su madre debía ser la correcta y abandonó las fantasías.
Sin embargo, cuando la madre enfermó y Alicia comprendió que el desenlace era inminente, le preguntó de nuevo.
—Se llama Carlos —balbuceó la moribunda—. Recuerdo el lugar en el que fuiste concebida: una casa en la playa, de madrugada. Una casita preciosa. Me temo, hija, que me enamoré de la casa… El jardincito, las buganvilias tras las cuales se ve el mar, los azulejos portugueses.
Tras el sepelio de mamá, Alicia se fue a la casa que ella le había descrito. Su herencia fue la narración del lugar del génesis, apenas diez mil euros y un librito de 70 páginas titulado Saturno, debido al guatemalteco Eduardo Halfon.
La voracidad inmobiliaria de unas décadas atrás había hecho estragos en el barrio. Alicia descubrió que la casita ya no existía. En su lugar se levantaba un bloque de siete pisos, adocenado y gris, cuyos defectos de construcción lo presentaban herrumbroso y muy triste. Preguntó a los vecinos más ancianos, y una vieja le mostró una foto de la calle tal como era en los ochenta: allí estaba el chalecito de arquitectura indiana. Alicia decidió que esa era, sin duda alguna, la casa en la que el óvulo de mamá fue fecundado. Preguntó por el hombre que vivía en ella y la vecina recordó vagamente a un jardinero que cuidaba de los jardines de los ricos del barrio, un tipo enjuto y rijoso, analfabeto.
Con las señas que Alicia recaudó, unos meses más tarde dio con un nombre más que probable y eso la llevó hasta El amanecer, una residencia para ancianos a cargo de Bienestar Social. Una casita de una sola planta en medio de un olivar abandonado, en la periferia de una villa de provincias.
—Buenas tardes, vengo a visitar a Carlos Antúnez —le dijo a la recepcionista.
—Por supuesto. Está en el jardín. A Charli le encantará tener una visita…
Alicia avanzó por la gravilla, segura de que reconocería a su padre por la razón en la que la genética coincide con la magia. Y así fue: Carlos Antúnez era el hombre exangüe y lacrimoso que le agarró la mano, emocionado. Algo maravilloso sucedió entre ellos. Alicia vivió el momento más grave de su vida, ya cumplidos los cuarenta, en aquel lugar cualquiera, fuera del mundo. Se mantuvieron las manos en las manos y los ojos en los ojos. Ambos lloraron.
—Dolores… —dijo Charli, con una vocecita femenina—. Yo sabía que algún día… lo sabía y veo que los angelitos me han escuchado.
—Alicia. Me llamo Alicia.
—¡Ah, Alicia! Entonces tú eres el angelito que me prometieron las monjitas buenas, aquellas monjitas buenas de la casa de las buganvilias cerca del mar.
—Claro, papá —acertó a pronunciar Alicia antes de atragantarse en el llanto, el quejido guardado.
—He llevado una vida de perro, angelito mío: fui jardinero y boxeador, poeta, maleante, atleta y muy mala persona, borrachín melancólico y maricón a ratos. Pero tú me perdonas, ¿verdad que sí, angelito mío?
Alicia levantó los ojos al cielo. Las nubes, gris de Payne, se confabulaban en el prólogo de una tormenta que aconsejaba retirarse pronto. De vuelta a casa, bajo la lluvia y los relámpagos, Alicia dudó de su nombre y sospechó que se llamaba Dolores en vez de Alicia. Luego se dio cuenta de que no tenía ninguna casa donde ir, y un poco más tarde recordó que su madre alumbró un feto muerto en 1985 y no fue madre nunca más.