Siempre que voy a hacer un encargo, salgo meado y cagado de casa. Parecerá una chorrada, pero no lo es. Si algo distingue a un profesional de un chapucero, es la atención a los detalles, por muy pequeños que estos sean.
El objetivo de esta noche es un tipo duro que vive en la parte alta. Así que, mientras hago el trayecto en autobús, me repito una y otra vez que tendré que ir con cuidado con las cámaras de seguridad de los cajeros automáticos, las tiendas y los garajes. Porque matar sigue siendo fácil, pero salir de rositas se ha vuelto un reto.
Cerca del bloque de viviendas de mi víctima hay un parque público donde los perros de raza van a hacer sus necesidades. Me escondo detrás de un árbol y reaparezco por el otro lado convertido en otra persona. Barba postiza, guantes y peluca. Un impermeable negro sin reflectantes. Y dentro del bolsillo, entre las páginas de un periódico doblado, mi herramienta de trabajo del calibre treinta y ocho.
Al llegar al portal, me coloco de espaldas al portero automático y uso el juego de llaves que me ha dado mi cliente. Pulso el botón para llamar al ascensor. Pero en lugar de esperarlo, subo andando por las escaleras mientras la cabina desciende camuflando mis pasos con el ruido de las poleas y los cables. El rellano está vacío. Cuatro puertas. Un solo ganador. Saco el periódico y tapo el revólver que empuño con la otra mano. Sé que los jóvenes prefieren las automáticas. Pero si necesitas veinte tiros para cargarte a alguien, mejor dedícate a otra cosa.
Llamo al timbre. Parece que mi víctima no está en casa. Decido que lo esperaré dentro. Abro la puerta y cierro con llave. El suelo es de moqueta, una mierda difícil de limpiar. Me pongo el frontal y unas polainas desechables. Cruzo el recibidor y me siento en el sofá dejando el revólver encima de la mesilla. Apago la luz de mi frontal. Soy una sombra entre los muebles. El brazo ejecutor de un plan cuyos motivos desconozco. Mejor así, sin emociones de por medio. Para hacer las cosas bien, hay que estar tranquilo. En cuanto mi hombre entre por la puerta, le pegaré un tiro limpio entre ceja y ceja. Rápido, sencillo y eficaz. Casi me atrevería a jurar que ni siquiera le dolerá.
El tiempo pasa despacio. Llevo más de una hora en tensión, a oscuras, y me está entrando sueño. Me he pellizcado tantas veces el antebrazo que ya lo tengo prácticamente insensible. Al final, enciendo el frontal y, aprovechando que es viernes, abro el periódico por la página de los estrenos. Me gusta leer las críticas de las películas, aunque después no vaya a verlas. Al cerrar el periódico, le doy sin querer a la culata del revólver, que gira sobre la mesilla, cae por el borde y rebota contra la punta de mi zapato. Una idiotez que me haría reír en otras circunstancias, pero que ahora mismo me deja perplejo, pues mi revólver se ha esfumado. Lo busco por todas partes. Incluso enciendo una lamparilla. Estoy a punto de marcharme. Pero decido darme una última oportunidad tumbándome en el suelo para mirar debajo del sofá. La luz de mi frontal arranca un destello del cañón negro de mi revólver, que se había escondido como una rata asustada. Con la cara pegada al suelo y los ojos fijos en el revólver, estiro un brazo para alcanzarlo. Casi puedo rozarlo con la punta de los dedos. Hago un esfuerzo desesperado para agarrarlo. Pero en lugar de acercarlo, lo alejo. Siento un brote de ira que aplaco diciéndome que solo tengo que levantarme y desplazar el sofá. Pero no me muevo. Unos pasos amortiguados por la maldita moqueta acaban de detenerse junto a mi cabeza. Un objeto duro se apoya en mi nuca. Oigo el clic de una pistola amartillándose, lista para el primer disparo. Ni siquiera hago el amago de girarme. Tampoco pido clemencia. A mí nunca me ha ablandado. Y mi cliente ya me advirtió que hoy iba a matar a un tipo tan implacable como yo.