A vista de todos, aquella mochila gris era poco menos que la encarnación del diablo. Y no por sus grafitis llenos de calaveras o por las chapitas con las consignas de “muerte o libertad”. Su carácter demoníaco tenía una procedencia muy distinta, en proporción directa con su ubicación.
Por eso, en cuanto los transeúntes advirtieron su presencia allí, nada menos que sobre el paso de cebra de la vía más transitada de la ciudad, se encendieron todas las alarmas. ¿Dónde estaba el propietario? Pase que una vaca deambule por los prados sin cencerro; mal que un perro se quede sin amo; pero, ¿qué decir de una mochila sin hombro?
Tras algunos frenazos con olor a neumático quemado y alquitrán, se produjo la estampida de los viandantes. Todo lo siniestro se concentraba ahora en aquel objeto, recortado sobre el suelo blanco y gris. La calle entera se detuvo. Solo los artificieros, con paso ligero, se atrevieron a acercarse. El resto, incluidos los agentes de policía, prefirió mantenerse a una distancia prudencial. El conjunto conformaba un plantel extraño, como sacado de un museo de cera.
Primero se acercó el robot. Por qué arriesgar vidas innecesariamente. Descartada la inminencia de una detonación, les llegó el turno a los especialistas. La coordinación milimétrica, bajo el traje antiexplosivos, convertía la maniobra en un alarde de precisión. Y de concentración. Pero cuando se abrió la cremallera y aparecieron unas orejitas menudas y puntiagudas, y luego una cabecita entera, se oyó un “¡Ooooohhhhh!” casi sobrenatural. La mochila, de golpe, se volvió un icono de dulzura y su ocupante hubo de confirmarlo con un largo maullido.
Las estatuas de cera, al cobrar vida, esbozaron una tímida sonrisa. Mientras, una sombra encapuchada se les cruzó como una exhalación y volvió a congelarles el gesto. Era un crío de unos quince años, con la cabeza cubierta por una sudadera oscura. A toda prisa, saltándose el cordón policial, llegó hasta el paso de cebra, se agachó con desenvoltura, cogió la mochila, acarició primero la cabeza del gatito y, después de volver a cerrar la cremallera, se la colgó al hombro. Solo había vuelto para recuperar su mochila extraviada, y con ella su mascota. Así que, tras conseguir su objetivo, se fue sin más, a pesar de la quietud, anómala, desconcertante.
El muchacho acabó por alejarse tan contento y nunca más se supo. Con su mochila demoníaca a la espalda, casi flotando, parecía un nuevo Peter Pan libre de ataduras. Jamás podría imaginar lo que realmente sucedió.
Entre la vida y la muerte, solo una cremallera que se bifurca en medio del caos, indescifrable. “¡Miaaaaaauuuuuu!”