La peligrosa estupidez

El sapo omnisciente

 

I

No lo creerán. He visto charcos formados por lágrimas, saliva, orines, sudor, lluvia ácida, sangre, semen, champán, aceite, pintura plástica, tinta china, y cierta vez, hube de pasar una semana viviendo en una charca de palabras, una enorme charca de palabras que flotaban podridas sobre un magma de ignara estupidez, por supuesto humana; palabras cuyo significado había sido corroído inmisericordemente por la humedad, y que no representaban más que un conjunto asqueroso e informe que desprendía un hedor vomitivo. Todas esas palabras habían ido a parar allí a través de un colector que llamaban “el túnel del diálogo”.

II

Creerán que aquello fue una experiencia en forma de parábola con la que pretendo hacer ahora un ejercicio más o menos simpático de análisis político. Pues no, como corresponde a mi categoría de sapo sabelotodo, no estoy describiendo una situación histórica dada, sino advirtiendo del peligro en el que la humanidad, sumida como siempre en la indómita vida, lleva precipitándose desde que el mundo es mundo: la peligrosa estupidez, la concomitante y paralela estupidez, la peligrosa, concomitante, paralela, inevitable, abstrusa y deleznable estupidez automoribunda de la especie humana.

III

Dejen de creer. No crean en nada. Tampoco en este sapo multisecular e hideputa. No crean nada más que en la asombrosa fe de la amapola, en su seda fina roja brillando contra el aire de tramontana: y no me lean a mí, lean a Voltaire, espanten de su lado, ustedes que aún pueden, el fanatismo, que es el fruto principal de esa cepa venenosa llamada ya saben cómo. Porque acaso la vida no sea más que un soplo, tan efímero como hermoso, y no hay pérdida de tiempo más grande que emplearlo hablando más de la cuenta.