Debe ser que el perro de Pavlov ha muerto tras darse un atracón de insalivar sin venir a cuento, y ahora me toca a mí hacer de conejillo de Indias.
¿Cómo explicar, si no, que en cuanto veo un anuncio de cierto refresco en la tele y escucho “la chispa de la vida”, me sube a la garganta una sed insoportable y comienzo a insalivar?
La cosa llega a tal extremo que, si he agotado las existencias, bajo en pantuflas y pijama hasta la tienda más cercana; que, entre trago y trago, solo median a veces unas pocas horas…
Tengo una amiga aficionada al esoterismo y a los llamadores de ángeles, que insiste en que eso me pasa porque, inconscientemente, estoy buscándole un sentido a mi existencia. Según ella, de alguna manera incomprensible, al beber contacto con mi yo más profundo y libre de prejuicios, en busca de respuestas a preguntas que hasta yo mismo ignoro haberme hecho alguna vez.
Aun así, me niego a verme como un adicto a los refrescos, y chamánico por añadidura. Sin embargo, ella siempre acaba su discurso con una de esas miradas suyas, cómplice, vacía de significado para mí. ¿Tanto le cuesta hablar claro?
Aunque me niegue a admitir que pueda tener un “yo” profundo por debajo de mis intestinos, me gusta su compañía. Juntos, en el sofá de casa, nos tomamos mi refresco favorito, y tan a gusto.
Muy probablemente ninguno de los dos encontrará “la chispa de la vida”, pero es que su espléndido escote es lo que más se le parece, y por partida doble.