El asesino vegano tomaba suplementos energéticos. Proteínas y grasas, buenas, por supuesto. «El que la sigue, la persigue» era su lema.
Por sus venas corría sangre turquesa, verdeazulada. Como las olas del mar. Y sabía de antemano tu nombre. Sabía todos los nombres. El muy jodido.
Lo había conocido en Berlín, una mañana amanecida por sorpresa. Hacía frío y entramos a la vez por la estrecha puerta de un garito. No recuerdo cómo se llamaba. Estaba al final de la calle Mildred-Harnack. Le cedí el paso y lo agradeció con una sonrisa luminosa. Era un tío guapo.
Apoyados en la barra tomamos café y whisky. Sí, los dos lo mismo. Nos sonreímos de nuevo.
Así estuvimos un par de meses. Sonriendo. Se mudó a mi casa. Follábamos mucho. Adelgacé cinco kilos. De tanto reír.
Un buen día se puso serio. Me explicó que por mi propia seguridad teníamos que olvidarnos. El uno del otro. Me dijo. Su trabajo le obligaba a ausentarse. Definitivamente.
Trabajo: es el mal que consume al mundo y genera toda la mala leche que mamamos. Mamíferos somos. Amén.
Era elegante, cariñoso, gracioso, atlético, de Madrid, esbelto en inteligencia. Me trataba demasiado bien. Incluso cuando mis hábitos culinarios entraban en contradicción con sus creencias. Porque era creyente. De lo suyo.
Cuando le quería hacer ver la incoherencia de sus leyes, me sonreía. El cabrón. Me besaba. Y se acababa la discusión. Sííí.
Se fue.
Nos volvimos a encontrar diez años después. En Bucarest. Ya ves. Casi nada. Unos días. Un revival. Un festival.
Paseábamos de la mano por parques y puentes, sobre ríos y jardines. Enamorados. Los labios en sonrisa mariposa. Fundidos. Unidos en el revoloteo del latido. Único.
Risas, sonrisas y adiós. Ahora me ves, ahora no me ves.
Su oficio era su vida. Su luz. Su guía. Su fe.
Durante todo el año siguiente le escribí poemas. A diario. A veces más. Y luego menos. Y ya nada. Olvido era el consejo, como siempre sabio, del asesino vegano.