El tucán

El asombro del tritón

 

“Toc toc. ¿Hay alguien?”, oí. Eso fue lo primero. Luego un tucán apareció al otro lado de la ventanilla del tren. El paisaje, borroso, corría cada vez más veloz, mientras el ave explotaba de color ante mis ojos. Hasta que traspasó el cristal y se sentó a mi lado. Entonces su hermoso pico amarillo trazó una cifra en mi antebrazo. No podía dejar de mirarlo.

Cuando acabó pude leer un número de teléfono. El prefijo era el de mi ciudad. Me dijo:

-Volveremos a vernos, si tú quieres.

Y se alejó revoloteando al llegar a la siguiente estación.

No recordé, al ducharme, aquellos números garabateados en mi piel. El agua se llevó por el sumidero su tinta de ave verde, amarilla, negra. Solo cuando me sequé con la toalla vi una mancha emborronada en mi brazo. Aquella sombra me trajo el gesto del tucán a la memoria. Para entonces ya era demasiado tarde.

Cada día hago el mismo trayecto camino del trabajo. La misma estación de tren, la misma hora, el mismo vagón. Sin embargo, el tucán no aparece.

Me sedujo con el apresto de su plumaje, con su voz de barítono, con su pico de escriba. ¿Cómo pude olvidarlo? ¿Y él?

No alcanzo a ver el horizonte desde la ventanilla. Los colores se diluyen sin que me dé tiempo a distinguir nada en el espacio abierto. Contra la palidez de mis brazos, la exuberancia del tucán. Un castigo a mi desmemoria.


Más artículos de Fernández Dolors

Ver todos los artículos de