El traspiés de Hebe

Amores brujos

 

Cuando me encuentro demasiado cansada para continuar escribiendo o leyendo, dedico un rato a mirar las imágenes de Google, lo cual me despeja mucho, sobre todo las obras de arte auténticas, aunque las reproducciones sean pequeñas. Me salto con indignación las cursilerías de colorines y floripondios, el erotismo ñoño, las fotos de cantantes —salvo las de Sting y Bowie, estrellas de mi época que se han quedado brillando en mi noche—, y, si me aguijonea el cansancio hasta el punto de la depravación, busco páginas de accidentes, muertos y venganzas mexicanas, y me pongo las botas mirando porquerías sanguinolentas hasta que me harto y vuelvo a mis quehaceres. Me encantan las imágenes y a menudo me son de gran utilidad como soportes de la escritura.

Hoy me ha salido al encuentro una de las estatuas de Hebe de Thorwaldsen, la del museo de Copenhague, el icono femenino más elegante y casto del mundo. Tenía que componer mentalmente un fresco para una pared del cubículo de la protagonista de mi novela y no encontraba motivo mejor que el de una niña camino de la edad casadera, modesta y con el aspecto de poder llegar a ser una presa delicada para el temible Eros, pero también capaz de resistírsele. Unas fotos más abajo he visto otra obra del maestro danés, el delicado y fuerte Ganimedes dando de beber al águila, y ahí es donde se me han cruzado los cables y me he puesto a fantasear sobre las cosas del Olimpo.

Creo recordar que Hebe servía a los dioses el néctar y la ambrosía en los banquetes, que ayudaba a su madre Juno a enganchar los caballos de su carro, y a bañarse y armarse a su hermano Marte. Era una especie de gentil doméstica para todo, cuya actividad no cesaba nunca. Jamás se cansaba y le causaba placer todo lo que fuera servir a su familia, sobre todo a su padre Júpiter, para quien preparaba las mejores bebidas.

Una noche de fiesta, concurrida en los palacios celestes por lo más granado del Olimpo, mientras la joven diosa acercaba a su padre un cuenco de ambrosía, resbalaron sus pies desnudos, rosados como los de la Aurora, sobre el vómito de alguna de las deidades reclinadas en los triclinios y, no llevando ninguna prenda debajo del fino peplo de seda, sus ancas quedaron, espléndidas, al descubierto ante la mirada de todos.

—¡Ay, linda hermanastra! —rió el áureo Apolo— ¡Ya veo dónde se inspirarán mis pupilos Verlaine y Rimbaud para su «Soneto al agujero del culo»!

Los bofetones que Apolo recibió de Juno hicieron que las ebúrneas mejillas se tiñeran de púrpura. Pero prosiguió, altivo, el dios de la poesía:

—Eso, divina Juno, por no decir nada del capullo virginal que exhibe tu hija entre las piernas, que también se lo hemos visto, y, a fe mía, que es lindo como todo lo demás de ella.

Los clamores de Juno dirigiendo sus quejas al esposo, y rey de todos, resonaron en los broncíneos techos. El banquete se dividió entre los que reían de buena gana y quienes gritaban escandalizados que aquél no era lugar para sandeces de jóvenes pijos como Apolo, hijo de Latona, que por unas cosas o por otras siempre se hacía notar con alguna inconveniencia.

—Pues qué, ¿no os reísteis todos —exclamó el rubio flechador, enfurruñado— cuando el violento Marte aquí presente y la bella Cipris fueron pescados in fraganti por tu red, renco Vulcano, marido ultrajado, cornudo divino? Y nadie os afeó la conducta, ni a mí, que fui el autor de la broma, pues otra cosa no fue sino broma sin malicia, como ahora, que en tener poco aguante os parecéis a vuestros queridos humanos.

—¡Anda y que te den, descarado! —exclamó Minerva clavando los fieros ojos felinos en los de su hermanastro—. Pide excusas ahora mismo al padre y a la muchacha. Y también a la madre Juno. Por pedir, que no quede.

Todo eso lo vi yo en semisueño, mientras contemplaba la Hebe de Thorwaldsen, tan aplomada, tan impecable, tan exquisitamente casta.

Luego imaginé al padre de los dioses, hinchado por su propia energía, dando a todos los diablos a la camada olímpica, siempre dispuesta a las travesuras cuando el néctar había corrido en demasía. Se había quedado sin copera y eso era lo peor de todo, porque la exhibición de la intimidad de Hebe y la risa de los mal educados dioses habían arruinado la incolumidad pública de la sirvienta divina.

Abandonó la presidencia del banquete seguido por el águila, que esa noche estaba tremenda, con todas las plumas erizadas como el ave gigantesca que los persas llaman el Roc. Mientras, Hebe se acurrucaba gimiente entre las piernas de Vesta, protectora de los niños y los jovencitos olímpicos, y ésta le acariciaba los deshechos rizos con mano cariñosa bajo la mirada fría de Juno, que, pasado el primer arrebato, había regresado a su majestuosa indiferencia. Las palmas de las manos le ardían aún por el contacto con el rostro del hijo de Latona, pero procuró olvidar el incidente. Apolo, reclinado junto a su enigmático hermanastro Hermes, la miraba de tanto en tanto de reojo temiendo su venganza.

Eros y Anteros siguieron con sus arcos al Padre a tomar el aire en las azoteas, pues donde estuviera el Padre había esperanza de una buena caza. Dejaron atrás a los cortesanos y sus juergas. Al pasar entre las columnas del peristilo, una visión detiene al gran rey y a su enredado cortejo de aves y adolescentes alados y flechas emplumadas. Recostando un hombro en un pilar, mira el cuadro que se ofrece a su vista y ve a la magnífica Troya, dorada y en paz bajo un sol imposible, pues es noche de banquete en el Olimpo, y atardecer sin embargo en la cordillera del Ida. Bajo unos olivos, en un claro, se han reunido el niño Ganimedes y su cortejo de pedagogos y faunos, pues está en su fase de pastoreo como todo buen príncipe frigio. Júpiter sonríe ante la belleza del mozuelo y la delicada estampa de sus acompañantes, sentados en derredor con sus sonrisas y cabeceos medio bestiales. Eros toma la sonrisa entre sus manos y, absorbiéndola, se carga de fuerza para tensar el arco.

—Ese niño troyano tiene clase. Serviría bien las copas, y aunque diera un traspiés nadie creería ver nada indecente —murmuró el dios acariciándose las barbas.

—¿Qué vas a hacer, hermano? —pregunta Anteros poniendo la mano en el brazo del niño Eros a fin de impedir su movimiento, que parece el amago de un flechazo.

—Y dale con el hermano. ¡Que yo no soy tu hermano! Yo soy hijo del enorme Érebo, y tú de esa pareja de medio pelo y lúbrica, que cayó en las redes de Vulcano. Ya has visto que todavía se ríen de ellos en el Olimpo.

—Deja tus juguetes, rapaz —dice el tonante Júpiter a Eros—, que yo para cambiar de camarero no preciso de flechazos de amor, y bien sabes que enamoro a hombres y mujeres con mi mismidad, pues soy el rey, el padre y el señor.

En esto el águila se posa sobre el pretil de las columnas y, extendiendo las alas, se vuelve inmensa como el mar. Cuando echa a volar contemplada por los tres dioses desde la galería, hiende los cielos y separa las nubes con sus alas, más oscuras que una tormenta. Entonces tienen lugar las pinturas de Correggio, Rembrandt, Rubens y tantos otros que figuraron al ave levantando al príncipe troyano con el trasero ante nuestros ojos, como había quedado el de Hebe ante los convidados.

No cabe duda de que este texto ha nacido de nalgas.


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