El aristócrata polaco Jan Potocki, que murió en diciembre de 1815, cultivó las ciencias y las humanidades, aunque la historia le retiene como el autor de la novela El manuscrito encontrado en Zaragoza. Esta novela es un ejemplo magistral de la posibilidad de construir una literatura brillante, poderosa y sugerente, surgida de la imaginación, de la observación aguda y de la propia experiencia. Incluyendo la experiencia onírica, por supuesto.
El manuscrito encontrado en Zaragoza es un texto delicado y lúgubre, hilarante, fascinante y misterioso. La sensibilidad de Potocki le permitió conectar con el espíritu de la gran novela española, y bien podría inscribirse (o etiquetarse, como lo llaman ahora) en el universo de la picaresca. El asunto es este: un soldado de la Guardia Valona que viaja por España con las tropas de Napoleón se echa una siesta bajo el árbol del que cuelgan dos ahorcados, con los que entabla un diálogo. A partir de ahí, Alfonso Van Worden (ese es el nombre del soldado napoleónico) entra en un laberinto de intrigas y misterios de toda clase, una espiral de locura desternillante que le vale para retratar la España de su época con una mezcla única y lúcida de fantasía y realismo. Precursor del realismo fantástico, del gótico onírico e, indudablemente, del surrealismo español.
Siempre he recordado la lectura de este libro. Con recordar la lectura no me refiero solo a lo que cuenta el texto. Estoy diciendo que el impacto de esas páginas en mi mente joven fue tan severo que podría relatar mi aspecto, el de mi casa y los hechos que se sucedieron durante los pocos días en que lo estuve leyendo. Todo se presenta en mi memoria nítido y vivo, vibrante y significativo.
Compré el libro en el Mercado de San Antonio, un mercado dominical del centro de Barcelona a donde acudía casi cada domingo -provisto de unas 200 pesetas-, y del cual regresaba con dos o tres libros. Esa fue mi escuela de formación literaria, mi taller de creación. Quizás por mi juventud y mi curiosidad morbosa por todo lo raro, lo que me atrapó del texto fue el asunto de los ahorcados parlanchines. De los muertos que hablan con el vivo. Luego, años más tarde, supe que eso se llama espiritismo. Después caí en la cuenta de que, en tiempos de Potocki, el espiritismo hacía las delicias de las clases acomodadas europeas junto al mesmerismo, el hipnotismo, la cábala, el Tarot, etc.
El espiritismo devino luego el crisol de una revolución radical, quizás la más ambiciosa de todas las que ha habido en tiempos contemporáneos. El espiritismo pretendía empezar la revuelta por arriba, subvirtiendo la metafísica para propugnar un cambio en lo físico, en lo político y lo corporal. Los espiritistas fueron los okupas del siglo XIX. Estos quieren destruir el dogma de la propiedad privada. Aquellos quisieron destruir el monopolio eclesial del más allá y con él sus dogmas, empezando por el asunto del matrimonio y el derecho sexual derivado del patriarcado capitalista.
Todo eso (la lectura de Potocki y mis descubrimientos incipientes sobre el mundo de lo maravilloso) coincidieron con el conocimiento de que mi abuela, una mujercita enjuta y minusculizada por sus 92 años de vida, había sido espiritista de joven. Me lo contó una tarde de verano. Podía creerlo o no, pero me expuso un argumento irrefutable: entre las escasas pertenencias que conservaba una vez despojada de casi todo, estaba un libro mítico del espiritismo español, que todavía llevo conmigo, como un tesoro. Se trata de Las memorias del Padre Germán, libro debido a Amalia Domingo Soler, el personaje clave en esta historia. Amalia es el nexo entre el espiritismo y el anarquismo. Y a la vez una persona fabulosa, mítica y real, una de las figuras esenciales de nuestra historia reciente. A su lado, Madame Blavatsky es una caricatura y un ser ridículo, una charlatana de medio pelo.
Dediqué años y lecturas al asunto. Al asunto que me llevaba de Potocki a Amalia Domingo, pasando por las confesiones de mi abuela. Escribí una novela sobre espiritismo y asistí a reuniones muy oscuras en donde se invocaba a seres ultramundanos, que se manifestaron mediante la escritura loca y automática de una médium más que dudosa. Y sin embargo, todavía no he podido responder a las preguntas de verdad, las únicas que interesan. ¿Los muertos pueden decirnos cosas? ¿Tienen voz? ¿Su voz se parece a la de los parias de la Tierra?
A esas preguntas solo puede responder la gran literatura, la de veras. Por eso vivo en ella mientras espero.