Cuando murió mi madre me quedé con unos pocos objetos suyos que me representaban momentos de su vida. Los metí en una caja de cartón. Algunos eran, paradójicamente, regalos que le hice años atrás, pero recordaba con intensidad la secuencia: la elección del regalo, la compra, el instante en que se lo di, su expresión al abrir el envoltorio. Había un par de libros de arte, ediciones especiales que había encontrado durante algún viaje. También estaba un pañuelo que le compré en Italia, de lino blanco exquisito, con una mariposa muy delicada bordada en una esquina. En uno de los libros descubrí una dedicatoria que quiso ser humorística cuando la escribí y ahora se había hecho lúgubre: “En el día de tu cumpleaños. Aunque te advierto de que algún día, este libro, lo recuperaré”. La fecha me remitía a 25 años atrás, cuando ella estaba tranquila y contenta, y con buena salud. También metí en la caja un ejemplar ilustrado de Peter Pan amarillento y roído por los insectos que ella guardaba como oro en paño (jamás supe qué historia había tras el libro), algunas cartas, dibujitos, unos pendientes, fotos de su juventud y alguna de su boda, y una muy oscura del bautizo de un niño que podría ser yo o mi hermano, en la que aparece un cura a su izquierda (digo que el cura aparece porque es tan siniestro como una aparición maligna), y su carnet de identidad.
Jamás abrí la caja. Me daba miedo regresar a los recuerdos dolorosos. Se pasó años metida en el fondo de un armario hasta que, un día haciendo limpieza, pensé que merecía un destino mejor que la tristeza del cartón en un rincón oscuro. Se me ocurrieron varias posibilidades: quemar la caja en un lugar simbólico (la cima de un monte o la desembocadura de un río, por ejemplo). Luego se me ocurrió que sería mejor enterrarla y convertir esos objetos en rastros de algo antiguo, como los restos de las civilizaciones desaparecidas.
Una tarde me fui con la caja de cartón a una playa infinita, blanca y de grandes dunas. Esperé a que la luz fuese un ligero resplandor color malva, y empecé a cavar un hoyo. No había caído en la necesidad de llevar herramientas. Tenía una idea infantil de lo que significa excavar en la playa con las manos. Al principio es fácil, pero al poco la arenilla vuelve al agujero, como en un reloj de arena, y hay que sacarla más rápido de lo que ella tarda en regresar hacia el vacío que dejó. La arena le teme al vacío, como los hombres. Cuando llevaba bastante rato en mi empeño vi una silueta algo más allá, que efectuaba una acción parecida a la mía pero con una pala de jardinero. Me di cuenta de que le iba mucho mejor. La silueta terminó de cavar, metió un bulto en la fosa y luego lo cubrió. Al terminar vino hacia mí y me tendió su herramienta.
—Te la presto porque me das pena, me dijo, pero date prisa, quiero largarme de aquí cuanto antes.
Vertí el contenido de la caja en la sepultura blanca y le devolví la pala. Gracias. Era una mujer de unos sesenta años, huesuda más que delgada, con un pelo largo y lacio que debía ser gris a la luz del día. La brisa del mar le mandaba el pelo hacia el rostro. De joven tuvo que ser muy bella.
Poco después estábamos sentados en un chiringuito playero. Ya no era verano pero el ambiente todavía era veraniego, con griterío de jóvenes alrededor de mesas llenas de cervezas, ellos vestidos en bañador y con pareados de estampados balineses ellas, lucecitas coloridas, música tropical (boleros cubanos, Bob Marley). Me contó la historia: cuando su marido cumplió los 60, ella le organizó, en secreto, el mejor cumpleaños que jamás hubiese podido imaginar. Para ello recopiló, inventarió y organizó, como una historiadora disciplinada, los cuarenta años que habían compartido. La lista trataba de los logros de su marido: sus éxitos, sus amistades famosas, sus galardones, sus momentos más brillantes o más graciosos. En cuanto terminó su labor le comunicó que se divorciaba y que se largaba a vivir sola. Había descubierto que llevaba toda la vida al lado de un tipo que se le antojaba distante, incluso raro y tan desconocido como el desconocido que se cruza algunas veces camino del parque a donde se va a pasear por las tardes. Lo que había enterrado, dijo, era el resultado de su investigación, documentos y trofeos y demás trastos.
Cuando despuntaba el alba se formó un gran revuelo. Había aparecido una ballena muerta en la orilla y, en el barullo, perdí a la mujer.