Tras jubilarse, el hombre que siempre había gustado del bricolaje compraba kits de carpintería. Podía hacer cualquier cosa que se propusiera.
A las diez de la mañana de un lunes gris y frío llegó a casa con un paquete grande.
—¿Qué es esta vez? —le preguntó su mujer al verlo entrar por la puerta.
—Ven —le dijo él, dejando la carga en la entrada y cogiéndola de la mano hasta el salón. Todos los muebles estaban arrinconados contra la pared. La sentó en un butacón y él se sentó en otro. La miró.
—Tengo las horas contadas.
Ella abrió los ojos como platos y rompió a llorar. Al rato, cuando los sollozos se iban ahogando pudo preguntar:
—¿Cuándo?
—Mañana a primera hora.
Ella lloró más fuerte. Paró. Le increpó con ira:
—¡Tú prometiste que ni la muerte nos separaría!
—Lo sé.
Él se levantó y arrastró el paquete.
—Es un kit para construir un ataúd. Es lo más práctico.
Sin poder soportar lo triste que se sentía la mujer, se marchó al dormitorio negando con la cabeza.
Sobre el suelo el hombre dispuso los tablones de pino, las sogas, los tornillos y la cola. Armó la caja siguiendo las instrucciones. Solo le llevo unas pocas horas. Colocaba la ropa de algodón en el interior cuando regresó la mujer.
—¿Cómo lo ves? —preguntó él.
—Enorme. ¿No te habrás equivocado al pedirlo?
Ahuecó con unas palmaditas la almohada y se irguió hacia ella.
—Te pido perdón —le dijo.
La mujer apretó los labios. El hombre añadió:
—Robé en el banco donde trabajaba… mucho dinero.
Ella se llevó la mano al corazón.
—He matado al gato.
Ella sintió una gran explosión en el pecho.
—Y tengo tres hijos ilegítimos.
Al instante la mujer murió de un infarto cardiaco. Tenía el órgano débil.
El hombre recogió su cuerpo del suelo. Con cuidado la acostó en el ataúd y le cerró los ojos. Se tumbó a su lado. Finalmente, a primera hora de la mañana expiró con los ojos abiertos. Pensarías que vio al gato saltar dentro del féretro, pero no lo vio.