La semana pasada, cuando me llamó por teléfono para informarse acerca de mi tratamiento con hipnosis para dejar de fumar, tuve dos premoniciones. La primera, que sería una chica mona. La segunda, que tendría nariz de cerdita. La realidad vuelve a demostrarme que no hay que creer en las premoniciones: es una mujer de bandera que camina contoneándose como una modelo de pasarela y que, ya sentada, me corta la respiración cada vez que le pica el culo y hace un cruce de piernas. ¡Qué buena está la jodida!, pienso removiéndome inquieto en mi silla. A lo que añado la coletilla inevitable: ¡me la follaría!
Si alguien se ha sentido ofendido por la crudeza de mi lenguaje, que sepa que no pienso disculparme. Seamos serios. Pongamos las cartas sobre la mesa. Ante un monumento con patas, ¿qué pensáis en primer lugar? ¡¿Cielo santo, qué belleza tan deslumbrante, Afrodita o Apolo se ha hecho carne?! ¿De veras sois así de finolis? ¡Y un cuerno! Me apuesto un huevo a que pensáis lo mismo que yo, o incluso algo peor. Es natural. El deseo te baja al barro de los instintos. Ahí toca ensuciarse, revolcarse. Con suerte, saciarse. Después puedes hacerte el poeta hablando de ojazos ambarinos y manitas de porcelana, pero son monsergas. El deseo va de coños, pollas, tetas, culos o lo que sea que os dé más morbo (para gustos, los colores).
A todo esto, ya he rellenado su ficha y, por si lo había olvidado, he vuelto a contarle en qué consiste el procedimiento. Le digo que vaya a tumbarse en el diván que hay junto a una pared. Tiene las piernas tan largas (¡ñam!) y los muslos tan gruesos (¡ñam-ñam!) que podría cruzar el estrecho de Gibraltar de un salto. A mí me lleva más tiempo seguirla. Mis piernas son cortas, desiguales y deformes. Pese a los botines ortopédicos y las férulas correctoras, tienden a retorcerse hacia dentro cuando camino. Llego resoplando a mi silla. Como un galán, he tratado de disimular mi cojera. Un esfuerzo tan inútil como doloroso. La pierna derecha, que es la mala, aunque la otra tampoco es que sea un prodigio, se me ha agarrotado. Aflojo el velcro de la férula y la extiendo bajo el diván, dejándola adoptar la postura que le dé la gana. El diván queda a mi derecha. No es casualidad. Si quedara a mi izquierda, tendría que dar la espalda a mis pacientes. ¿Os había dicho que, además de cojo, soy jorobado? ¡Si es que soy un dechado de virtudes! Pero volvamos a ella.
Tumbada en el diván, está más tensa que un conejo que ha oído crujir una rama. Le pasa como a casi todos los que recurren a la hipnosis por primera vez. Quiere creer y al mismo tiempo desconfía, o eso deduzco al ver sus manos aferradas a los laterales del diván, como si quisiera estar lista para salir corriendo en cualquier momento.
—¿Seguro que no es peligroso? —pregunta medio incorporándose.
La tranquilizo diciéndole que tiene menos efectos secundarios que una aspirina infantil.
—¿Pero seguro, seguro que no me hará daño? —insiste.
Sostengo mi péndulo frente a su nariz. Ella bizquea al mirarlo.
—A menos que te golpee con el péndulo…
Ella suelta una carcajada. Es un chiste muy malo, lo sé. Sin embargo, con los pacientes, justo antes de someterlos a la hipnosis, funciona de maravilla. Son esas cosillas que tiene el humor, que depende más del don de la oportunidad que de su gracia intrínseca. Esta idea no es mía. La saqué de las memorias de Casanova, cuando relata su encuentro con Voltaire. Según cuenta, Voltaire era un tío muy ingenioso. Cualquier comentario le servía para soltar una ocurrencia que hacía que te mearas de la risa. Casanova transcribe una de sus bromas, pero él mismo reconoce que leída en frío apenas le arranca una sonrisa, pues gran parte de su gracia se debía a su inmediatez. ¿Pero qué os estoy contando? El caso es que ella se ha reído. Punto. Y que lo haya hecho me ayudará, porque cuando nos reímos, nos relajamos. Y hay que estar relajado para que la hipnosis funcione.
Su mente claudica en cuestión de segundos. Ignoro si sabéis algo de hipnosis. Por si acaso, sabed que la cabeza del hipnotizado no cae desplomada. Tampoco lograrás que se ponga a hacer el ganso o a coclear como una gallina por más que se lo pidas. La hipnosis es un estado intermedio. Los párpados se entrecierran. La voz se vuelve gutural. Lo que pasa durante el trance no se recuerda, pero lo que se dice permanece ahí, intramuros, como el caballo de Troya.
—Fumar es malo —le digo repitiendo el mismo discurso de siempre —. El humo ensucia tu ropa, tu pelo, tu aliento, tus pulmones. Fumar te da asco. Tú eres limpia y quieres seguir siéndolo. Nunca volverás a fumar y nunca lo echarás de menos. —Aprovecho que hemos ido rápido para darle otra consigna de propina —: bajo mi apariencia repulsiva se esconde un grandísimo follador. Si te acostaras conmigo, podrías hacer realidad todas tus fantasías eróticas, incluso la más inconfesables. No sería amor. Tan solo sexo. Buen sexo. El mejor sexo. El sexo que tanto ansías. Y ahora… ¡despierta!
Ella parpadea un par de veces. Mira el péndulo. Luego a mí. Después otra vez al péndulo. Hace una mueca de impaciencia. Podría decirle que ya hemos terminado, pero prefiero hacer la prueba del algodón: le ofrezco un cigarrillo. Ella se echa hacia atrás arrugando la nariz. Entonces lo entiende.
—¡Qué fuerte, ha funcionado!
Salta del diván eufórica. Con un gesto triunfal, saca un paquete de cigarrillos y lo tira a la papelera. ¡Manda huevos! ¡Acudir a una visita para dejar de fumar llevando tabaco encima…! No es la primera que hace el numerito de la papelera. Podría abrir un estanco con todos los paquetes, y hasta cartones, que han acabado ahí. No sé por qué no esperan a salir a la calle para deshacerse de ellos. A mí me daría vergüenza. Pero nunca les digo nada. Soy muy comprensivo con los viciosos. Si no fuera por ellos, no tendría mi casita con piscina. Así que bendito seas Philip Morris. ¡Sigue esparciendo tu veneno!
Abro la puerta y señalo el mostrador donde le cobrarán la visita. Ella va asintiendo a todo lo que le digo como un perrito faldero.
—¿Te quedan muchos pacientes? —pregunta, finalmente, haciéndose la remolona.
—No, tú eras la última.
—Ah, qué bien, ¿no? —. De repente, ya es verano en el Corte Inglés. Apoyada contra el marco de la puerta, se desabrocha un par de botones de la blusa y empieza a abanicarse con las manos como si hiciera muchísimo calor. Tiene los pechos muy morenos. O toma el sol en pelotas o se gasta un dineral en rayos UVA —. ¿Te apetece tomar algo? Invito yo. Te estoy súper agradecida. No sabes cuántas veces había intentado dejarlo. Y ahora es que no me apetece nada, nada. Quizá yo también podría hacer algo por ti… No sé si me entiendes…
Claro que la entiendo. De tanto restregarse los muslos, se le ha subido la falda hasta media nalga. Una nalga excelsa, por cierto. Pongo una mano en su espalda. Ella da un respingo. Apenas la he rozado y ya está jadeando. Debe de ser de las que gritan cuando llegan al orgasmo. La empujo de un modo suave pero firme. Ella vuelve a estremecerse y cruza el umbral pegando saltitos como un corderito camino del matadero. Nos separa menos de un metro, pero yo estoy dentro y ella fuera. Agarro el pomo de la puerta. Ella se ha girado para no perderme de vista. Está ardiendo de deseo. Ahora mismo podría pedirle la luna.
—Lo siento —le digo con indiferencia —, pero sería poco profesional —. Y, dicho esto, le cierro la puerta en las narices.
Del otro lado de la puerta me llega un gemido de frustración. Paso el pestillo. Algunas mujeres, particularmente las más bellas, no aceptan con deportividad que las rechaces. No quisiera tener que llamar otra vez al vigilante de seguridad. Pues sí, amigos míos, ella no ha sido la primera víctima de mis malas artes.
Vuelvo cojeando a mi escritorio, donde tengo mi libreta de calabazas. Saco punta al lápiz. Toca añadir otra cruz a la lista. Contando esta, ya llevo catorce. Parecerán muchas, pero aún son muy pocas en comparación a las que yo acumulé durante los largos años en los que busqué desesperadamente el amor sincero de alguna mujer. ¡Cuántas me llamaron su mejor amigo! ¡Cuántas secaron sus lágrimas sobre mi joroba! ¡Cuántas me dijeron que ojalá el capullo de su novio las comprendiera y las hiciera reír como solo yo lo hacía! Pero ni una sola quiso besarme. Ya no digamos amarme. Por más que se repita, el cuento ese de que la belleza está en el interior no ha calado. Mi interior era la leche. Aun así, ninguna fue capaz de ver más allá de mis deformidades. Y un hombre sin amor no se queda vacío. El lugar que debería ocupar el amor se llena de otras emociones, como, por ejemplo, el rencor. Yo no las odio. No les deseo ningún mal. Podría acostarme con ellas, aprovechándome del poder de la hipnosis, y no lo hago. Como tampoco pretendo seguir dando calabazas indefinidamente. Dejaré de hacerlo cuando haya equilibrado los platillos de la balanza. En cierto modo, se trata de un acto de justicia cósmica. Les pago con su misma moneda para que sepan cómo duele. Así, si aprenden la lección, la próxima vez que un pobre diablo como yo suspire por ellas, lo mandarán a la mierda con un poco más de tacto. Porque reírse en la cara de un pretendiente, por más engendro que este sea, es feo, muy feo.
Por otra parte, dar calabazas es como tocar el piano: cuanto más lo haces, mejor te sale.