I
Conforme a un canon abstracto, jamás dictado, pero que florece irremediablemente en la comisura de los labios, ustedes los humanos tienen la facultad de hablar, de expresar conceptos y emociones e incluso de intentar explicar el origen del universo. Un canon de jardinería inglesa, que utiliza el verbo como seto y el sujeto como elemento ornamental. Desde la atalaya de la charca, mi necesidad de croar se conforma con un sonido para entender el mundo, un sonido omnímodo capaz de neutralizar la inteligencia más desarrollada.
II
Observo que, en la infinita menesterosidad del instante, el brillo de una sola de vuestras miradas, parece dominar la naturaleza de las cosas con misteriosa sabiduría, quizás disimulada convenientemente por unas gafas de sol. Observo que el habla humana se compone de fractales monosemánticos encastrables entre sí, que pueden formar un puzzle de la Capilla Sixtina o un ronquido. Por fortuna, una fuerza sobrenatural quiso imprimir el sello de lo inextinguible de la animalidad, para que no se creyesen ustedes excesivamente importantes; y falló.
III
Pudiera parecer demasiado cruda la omnisciencia en boca de un sapo. Tengo forma de corazón, y ancas como él: doy saltos hacia el fondo de una sentimentalidad anticuada, mohosa y decididamente misántropa; pero no, es una visión de la totalidad, asada en una charca cálida y nemorosa, curtida en la contemplación teórica y la descomposición física de la luz. A veces, desde el fondo y a través de la superficie dinámica del agua, os veo pasar con esa expresión nihilista en el rostro, típica de la especie que evolucionó hacia el espejo.