Hay en mi barrio un lugar especialmente mágico, delimitado por la Lonja de las Sederías, la calle del Reloj Viejo y el olivo milenario bajo el que se extiende la terraza de la taberna del Libanés. El lugar se llama plaza del doctor Arsenio Collado —un médico tan eminente como desconocido para mí—, pero la gente, incluidos los taxistas, la conocen como El Collao. Su centro ha sido arreglado por el Ayuntamiento de convergencia —no todo iba a ser promocionar las bicis, las macetas reventonas de florúmenes de los restaurantes para turistas, y las fiestas populares de joticas all’aperto y con tablado y micros—. El corregidor convergente y sus locos concejales han convertido El Collao en una especie de salón de baile al aire libre, de feas baldosas rosadas como lonchas de jamón de York. Con lo poco que hubiera costado ponerlas de tueste mediterráneo o de color siena; pero hacen su papel. No seré yo quien se queje.
En esta plaza pequeña y acogedora, los domingos por la mañana hay siempre gente bailando swing. No sé de dónde salen. Traen un equipo de música muy discreto, dejan los abrigos, los anoraks y los bolsos en el suelo, en un montón informe, sobre papel de periódico de El Mercantil Europeo y Nuevas Glorias a España, cortesía del quiosquero de la esquina, y bailan en parejas de distintas edades y sexos, especialmente chicos y chicas jóvenes. Casi todos lo hacen muy bien y, cuando bailan ellos y ellas trazando hermosas figuras —con faldas volanderas, vaqueros, suéteres negros y gafitas Nouvelle Vague—, la plaza parece un musical o mejor el ensayo de un número musical. Cuando llego a su altura de camino a mi casa, experimento siempre un gran bienestar, que no tiene nada de natural.
Se lo comenté a mi gurú Angelines. Dijo con su sonrisa traviesa:
—Pues, hija, ahí debe de haber una energía positiva del copón. ¿Por qué no la aprovechas?
En el mundo de Angelines es muy de aprovechar todo lo físico para convertirlo en luz espiritual. Por eso tiene un halo que la envuelve y da a su pelo, teñido de rubio, rayos y chispitas como de oro. Dice que es el aura; pero yo no he visto nunca un aura como esa, al menos fotografiada por la cámara Kirlian que tiene Delirio Presencia, la dueña de Mystic Topaz. Es más bien un espolvoreo de partículas doradas como el de la piedra aventurina.
—¿Y cómo se aprovecha una cosa así? A mí no me ha gustado nunca bailar, y eso que conocí a mi marido en un baile de fin de carrera, y hasta ahora. Cuarenta años de amor.
—No, si no te digo que bailes, Mariposa. Haz un pranayama —me lo temía: un pranayama es algo que no falla y siempre sale a relucir en su conversación.
Pranayama es una técnica de hatha yoga que consiste en inspirar por la nariz llevando el aire al abdomen, subirlo luego a los pulmones, llevarlo a la base de la garganta y espirar suavemente en una respiración larga, muy larga, al menos el doble de todo lo anterior. Si eres capaz de hacerlo unas veinte veces sin toses ni sofocos, te proporciona un bienestar fantástico, físico y mental. No es nada fácil: hay que aprenderlo con un maestro. Yo siempre lo había practicado con ella hasta entonces, como preludio a la meditación profunda, en la postura del loto y los dedos en mudra gyan —el pulgar tocando el índice de la misma mano, y los otros juntos, para no perder la energía de los chacras—, en el ambiente de Mystic Topaz, ligeramente espesado por el humo del incienso. No se me había ocurrido que aquello tan agradable pudiera hacerse al aire libre y menos en lugares públicos como la placita de El Collao, donde dije que bailaba swing aquella gente encantadora, con naturalidad perfecta; no que unos chiflados parecieran rezar en posturas excéntricas.
—¿Y cómo me siento? —pregunté a mi mentora—. ¿En el puto suelo? Me voy a poner perdidos los pantalones, porque allí aprovechan para fumar, y no sólo tabaco, y está todo lleno de mierdosas colillas aplastadas…—protesté.
—Pues, tía, siéntate en una silla de la terraza del Libanés y pídete una coca-cola. No seas rácana.
—¿Ah, pero se puede? Como aquí lo hacemos en las esterillas sobre la madre tierra…
—No seas cursi, Mariposa, aquí lo hacemos en un segundo piso, y con las esterillas para no helarnos el culo en las baldosas de madera de imitación. Se puede practicar en cualquier sitio, en lo alto de un picacho, en el patio de un monasterio tibetano, en la playa o en el cuarto de baño de tu casa. En la cocina, no, porque hay grasa en el ambiente.
Hice caso a mi maestra y el domingo siguiente me senté bajo la marquesina del Libanés, pedí un té rojo y me puse a practicar pranayama discretamente, con gafas de espejo, al ritmo del swing, fingiendo tomar el sol como una turista. ¡Qué bien bailaban aquellos muchachos, y con qué alegría! Yo me iba llenando, colmando, sin oír más sonido que el de la música y percibiendo cada vez más las buenas vibraciones. El sudor les brillaba en el rostro, y yo, respiración abdominal: un dos tres cuatro; plexo solar: un, dos, tres; espiración profunda: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez. Y así, va y viene, hasta veinte. Angelines siempre me daba buenos consejos. Parecían bobadas, pero así es como se lo montan los budistas y sus compañeros de viaje. A nadie le obligan.
A la semana siguiente, mientras volvía a casa de las compras del Mercado Central, di una vuelta por la plaza de la Mare de Déu dels Folls e Orats. Es mucho más amplia que la de El Collao y siempre está petada de folklore fallero, policía nacional acunando la metralleta por si los terroristas, y ferias de artesanía supercutre y pseudohippy. Y además solía estar una mima transexual exquisitamente disfrazada de veneciana, a quien yo daba siempre algo. Ese día, además de las joticas huertanas que tanto me flipan por su sonido entre argénteo y de falsete, había un montaje audiovisual argentino, que dirigía, para parejas de edad provecta, unos tangos que daban pena. Y no era gratis como los de mi swing, sino sacando yo que sé qué bonos y mandangas. A la gente le gusta eso. Una dama de negro con muchos brillos en el vestido, micrófono en mano, dirigía el cotarro con voz meliflua de animadora de balneario. Dios mío, ¡con lo que me gustaba el tango desde que al cursi de Jorge Luis Borges le dio por despreciarlo! ¡Y ahora allí estaba el cante pasional, misógino y descangallado, pisoteado por amantes de los bailes de salón, que alzaban una patita como perros meones, sin zorra idea del significado de los sollozos del bandoneón arrabalero!
Apoyada en una farola, sin casi darme cuenta, me vi haciendo un pranayama al ritmo de tango con la vista clavada en el anagrama barroco de la Mare de Déu, mientras al fondo de la plaza sonaba la extraña voz de plata de las joticas huertanas. No hay sitios para sentarse en la Plaza de La Mare de Déu dels Folls, y las terrazas estaban ocupadas por una muchedumbre de guiris con olor a crucero. El ruido era como el de una tempestad en el mar. Poco a poco me fui adormilando de pie y casi me caigo al suelo, cuando un policía guaperas de piel tostada y casco negro me aferró por un brazo.
—¿Le pasa algo, señora? —preguntó con voz entre amable y palurda.
—No. Muchas gracias, ha sido sólo un ligero desmayo provocado por los tangos. ¿No podrían tocar un poco más bajo?
—Ah, eso dígaselo a la policía local.
—Es que tenemos el barrio con contaminación acústica y estamos al borde del estrés.
—Allí tiene a una policía local. Coménteselo.
Total, que no me hizo ni caso y acabó volviéndose a su furgoneta , junto a la cual se petrificó con las piernas muy abiertas. ¡Cómo son de chuletas estos tíos! Acerqueme entonces a una policía local muy bonita, con pinta de «no me toques los cojones», que tomó nota de mi queja con singular desinterés.
No tardó ni dos días en declarárseme una faringitis que se extendía por los bronquios haciéndome toser como a una perra. El moreno médico de urgencias, quizá libanés, o eso deseo, dijo que no era viral sino contaminosa, es decir, mera irritación de las mucosas por haber aspirado algo en mal estado. ¡Qué cosas, por el amor de dios!
Angelines me echó un buen rapapolvo cuando le dije que había estado haciendo un pranayama en la plaza de la Mare de Déu a los sones de La Cumparsita.
—Tú estás loca, hija. ¿Es que no me entiendes cuando te hablo? —me regañó haciendo centellear su cabecita chispeante.
—Sí, querida, pero tú misma dijiste que la energía de los chicos del swing…
—Del swing sí, pero no del yayotango.
—¡Joder! ¿Y yo qué sé?
—Bueno, no voy a discutir ahora. Cuando estés un poco mejor, te vas al Mercado Central a una hora mañanera y haces un pranayama en la zona de las carnicerías, donde más huele a animal recién desollado y troceado. Hay un banco de mármol redondo alrededor de un pilar de trencadís. Siéntate en él, no vayas a montar un numerito como con la pasma. Pero no cambies el plan a última hora, que te conozco.
—A la orden.
Fue mano de santo y lo recomiendo encarecidamente. Veinte respiraciones profundas rodeada de carne y sangre fresca. Y luego, a ser posible, una caña de reconciliación en la terracita del Libanés con Angelines, aunque sólo haya swing los domingos y no todos… Algo del buen rollo queda en el aire.