Ocurrió hace tiempo. Me encontraba en casa de mi venerable y anciana madre, la única persona que me comprende en este mundo cruel, como tantas otras benditas madres que comprenden a sus hijos; la mía, encima, está convencida de que soy un hombre que necesita un peine en su vida, y tiene razón. Estaba intentando organizar el cableado de su televisión, cuando provoqué, con un absurdo movimiento, el desastre: el aparatoso electrodoméstico de tubo de color, ya saben, aquellos de culo enorme que raras veces fallaban en la emisión, cayó estrepitosamente contra el suelo rompiéndose en mil pedazos.
Se puede decir que la pérdida de la televisión casi fue un alivio para mi madre; vamos, que no me desheredó (por el momento, aunque todo se andará) porque cada vez que había que manipular un cable, o mover la mesa para pasar la escoba, era casi lo mismo que aupar a Falete tras comer un cocido.
Mi madre maniobró con rapidez, no era plan de quedarse sin su teleserie vespertina favorita, así que fue al Corte (en terminología de madre: el Corte Inglés) y compró con la tarjeta del susodicho centro «una tele de esas planitas que tiene todo el mundo», según sus propias palabras. Eso sí, me pidió que el día que trajesen semejante adelanto tecnológico, estuviese yo presente para que me explicasen detalladamente cómo funcionaba, y luego yo se lo explicase a ella, como Dios manda.
Y eso hice: el día de marras, allá estaba yo, peinado, con las gafas limpias y el bloc de apuntes, esperando las explicaciones de los técnicos. No recuerdo las caras de los empleados que subieron el aparato a casa de mi madre, pero sí me viene claramente a la memoria la cadenita plateada (o dorada, nunca fui bueno en temas de bisutería) que colgaba del cuello de uno de ellos, dejando que resplandeciera en su velludo pecho. Recuerdo también su forma de hablar, su deje de barrio, con cierto alargamiento de las jotas, el tono jactancioso en cada cosa que explicaba y ese toque arrabalero de quien ha jugado en descampados con «el Rata», «el Orejas» y «el Chinas”.
Y con esas ideas en la cabeza era normal que ocurriera el incidente, o la metedura de pata, que ha pasado a la historia de las instalaciones televisivas, que sirve para que los amigos se rían de mí y que debería ser objeto de análisis por parte de antropólogos, sociólogos y, seguramente, psicólogos.
Yo había explicado a los dos operarios que mis torpes manazas hicieron caer, cual Torre de Babel, la vieja televisión y que no sabíamos qué hacer con semejante mamotreto. Enseguida me tranquilizaron, me dijeron que ellos se la llevarían, pero primero había que instalar la nueva. Sacaron la tele plana de su embalaje, mi madre se maravilló al verla, y les dejó conmigo para que me contasen las cosas técnicas, que por algo había estudiado yo una carrera; vamos, como si fueran a describirme el cuadro de mandos de un cohete a Marte. El tipo de la cadenita plateada (o dorada) llevaba la voz cantante como el del medio de Los Chichos, así que cogió el mando y me explicó, con cierto deje de sobrao, los canales que teníamos a nuestra disposición; me informó de las opciones preferidas que él tenía sintonizadas en su casa; se quejó de lo mal que le pagaban, del calor que hacía esa mañana y, finalmente, me miró fijamente a los ojos para soltarme:
– ¿Dónde está la vieja?
Entonces, el tiempo se detuvo. No podía creer que el tipo fuera capaz de decirme algo así. Por mi mente pasaron recuerdos de infancia, volví a ser el niño con gafas, y orejas de Dumbo, al que el malote daba una orden. La cadena al cuello, y el tatuaje patibulario del antebrazo, me hicieron responder lo siguiente:
– Eeh, sí, un momento…
Y saliendo al umbral de la puerta del cuarto de estar y alzando mucho la voz, conocedor de la sordera de mi madre, grité:
– ¡Mamaaá!… ¡Oyeee ven pa acá que este señor te busca!
Cuando volví la cabeza me encontré con el gesto atónito del técnico de la cadenita y de su compañero. El primero alcanzó a abrir la boca para, con media sonrisilla incómoda, aclararme:
– No, si yo me refería a la tele vieja… vamos, la que se rompió.
Sí, así es, lo cuento tal y como ocurrió. Lo sé, merezco un linchamiento en las redes sociales como Dios manda, que pidan mi despido (como si tuviera un trabajo fijo), mi inhabilitación, o incluso compartir celda con los tesoreros del PP (bueno, tampoco tanto).
Ya saben, amigos y amigas (y seres animados), no se pueden tener prejuicios ni juzgar con un vistazo a la gente. Yo lo hago continuamente… y así me va. Hay que ser paciente con el personal, esperar un poco, aunque quien acabas de conocer abra la boca buzón y diga estupideces por doquier. No prejuzguen, como hago yo. Y si lo hacen… al menos háganlo a espaldas del agraviado, como hace la gente normal.
Ahora, cada vez que me siento a ver la tele junto a mi venerable, anciana y algo dura de oído, madre, esa tele planita “como la que tiene todo el mundo”, no puedo dejar de sentir en mi cara el resplandor de una cadenita plateada (o dorada).