Antes de acostarla, el director de la sucursal bancaria le financió un beso (en la mejilla) a su hija pequeña y recibió los intereses de otro (en la boca) que le había aplazado su mujer.
Con diligencia, cogió la calderilla de ese beso incendiado y la invirtió en acciones, la quimera bursátil del amor. Por la mañana, luego de una noche ajetreada, adquirió caricias y otros inmuebles en la piel dorada de ella, y , en mitad de esa compra, la niña despertó.
Como todos los días visitó rauda la habitación de los padres y los halló flotando en una nube ficticia de sudoración.
Salió de puntillas sin quebrar la magia.
En la mejilla, el beso, era ya una flor.
Y ella una muchacha casi adulta y eterna.
Una ficción.
Eso pensó nadie cuando la vio en el metro, carpeta, belleza en ristre, sentada en el vagón.
Nadie y la niña tardaron tres años en desmentirse. Él le pidió un beso y ella se lo financió.
El primer día se lo entregó a su frente, el último a su corazón.
Sin saber cuándo ni cómo, una noche lo recibió la boca.
El niño y la niña, que ya no eran niños, se amagaron tras ese beso y el cosmos desapareció.