Ayer iba caminando con mi mesmerismo por la calle Embajadores, en dirección a un restaurante donde había quedado con unos amigos, cuando se escuchan unas voces infantiles, en un canto de coro angelical, soltar al unísono:
—¡Puto gordo! ¡Eh, puto gordo!, ¡puto gordo!, ¡puto gordo!
Como iba pendiente del Gugle Mas porque no me enteraba bien de dónde estaba el establecimiento, y ya iba tarde, al principio no les presté atención, si bien miré alrededor por si pasaba un redneck gringo de piel al punto de carne, arrastrando su grasa de whitetrash atiborrada de proteínas surtida por vacas pedorras, aquí por el sur de Madrizzz. Pero no, era gente normal, españoles de bien disfrutando del atardecer madrileño en este nuestro paraíso de la chanchi libertad individual.
En esto que vuelvo la cabeza y compruebo que, tras una reja que hacía de portal de esos bloques-fortaleza para vivir que el sistema lleva tiempo construyendo, había unos niños. Para explicarme: esos pisos los hacen hacia dentro del barrio, no hacia fuera, no vaya a ser que te mezcles con pobres sedientos de ocupar las casas de la gente de bien, aunque por fortuna Securitas Direct velan, como superhéroes que son, por nuestra seguridad. Igual que las casas de apuestas velan por nuestro ocio lúdico. En fin, que me desvío como siempre, y luego volver a la Nacional del eje narrativo, me cuesta. Sigo con mi aventura: de pronto, veo que los simpáticos niños, tras darme la vuelta, huyen atemorizados, pero el miedo les dura segundos, enseguida regresan como palomas suicidas en busca de tres migas mal caídas. Sacan los brazos a través de los barrotes como si fueran unos trinitarios tatuados hasta las cejas. Y, retadores, recalcan lo de “puto gordo”. Ya sé lo que están pensado: unos menas que cobran cuatro mil lereles; no, eran niños españoles, de bien, que no me llegaban a la altura de los bajos fondos. Había otro más mayor, pero ese estaba centrado en chutar un esférico de plástico (qué recuerdos).
Yo disimulaba mirando al móvil, pero al mismo tiempo alzaba la vista como si les dijera a los enanos: Are you talking to me, madafaca? Lo siguiente que ocurrió fue que confirmé que efectivamente se dirigían a mí como “puto gordo”. Mis sentimientos fueron encontrados. Por un lado, aunque yo ya soy de refugiarme en mi nicho desaprovechando la libertad regalada por Isa-Chanchi, recuerdo que cuando la usaba en exceso, la última vez que tuve un problema en un bar fue con un tipo sobrecargado por la napia que, al mejor estilo trending coruñés, me llamó maricón y puto gordo (qué manía), apuntillando que me iba a matar. Todo porque no me dejé empujar en la barra, tras explicarle con calma que había barra para todos, igual que jilgueros en el mundo (menuda gilipollez, pero a veces me pongo Dalí) que tengo yo unas cosas por ocupar espacio en la barra. Se encaró conmigo como buen macho alfa de la manada recalcando un dato: “Cómo se nota que te gusta comer pollas”. No sé si algún pelo ensortijado y duro se me había quedado enganchado entre los dientes, entre otras cosas porque lo más cercano que he deglutido de ese tamaño ha sido un pirulo de fresa (qué rico). Lo curioso es que era a él a quien parecía gustarle más esa ingesta; comprendo esa pelea con uno mismo para aceptar lo que uno es y que lo exteriorices de manera chunga con tus semejantes. Eso sí, la amiga que le acompañaba me dijo que era un gran chico, salvo cuando esnifaba dos o tres gramos al mejor estilo Bosé, que no Miguel. En fin, lo duro (ejem, este soliloquio está teniendo una deriva enhiesta) en aquella gresca, no fue que me acusaran de tener una dieta a base de nabos, lo duro fue percatarme de que tenía que cuidarme de mi amor por las proteínas, cosa que hago, pero es que retengo líquidos.
Llevo semanas no cayendo en tentaciones, de hecho, ayer me fui desde de mi cuqui barrio liberal hasta los seudo arrabales, ¡caminando!, así que me sentía orgulloso, cuando estos pigmeos en edad púber subrayaron que todavía tengo que caminar más. Una parte de mí, la chunga, llevándolo al psicoanálisis, es decir, yo con aspecto de señor mayor encabronado quejándose en una barra, pensó en acercarse y escupirles. Sin embargo, el otro, lo que definen en terapia como “el hijo o el niño” que todos llevamos dentro (el Milú angelito de los tebeos de Tintín de toda la vida) tenía que comprender a los infantes. ¿Acaso olvidas que durante un verano te dedicaste a tirar piedrecitas al paso de los coches y tuviste que refugiarte en una obra cuando te buscaban a gritos tus padres?, me decía mi YO angelito, con una túnica a lo Demis Roussos (si sos millennial, o joven en general, pues a guglear, no voy a explicarlo todo, cojones).
Pero hubo una cosa que me dio esperanza: los niños, aparte de recordarme a los del visionario Chicho en ¿Quién puede matar a un niño? o a los malditos del gran Carpenter, estaban jugando con una pelota de plástico, en vez de estar en casa viendo a Ibai, que tampoco me parece mal, ojo al dato. Lo único es que de vez en cuando recordaban a los ciudadanos con sobrepeso la importancia de hacer dieta vegana. Es cierto que, en lugar de la calle o un parque, estaban detrás de los barrotes de este urbanismo capitalista sobreprotector. Porque, vamos, llegan a no tener barrotes entremedias y se las ven conmigo. ¡No saben cómo las gasto! Llamarme “¡puto gordo!”, los putos niños de los putos cojones, ¡amos, hombre! Si es que no hay futuro, no hay futuro, les repetía luego en la cena a mis amigos, señores mayores también enfadados. He decidido que voy a comer más carne para que haya cada vez más vacas que se tiren más pedos y dejen sin planeta a estas nuevas generaciones.
Qué mayor me hago, tengo miedo hasta de entrañables hobbits a los que les cuelgan los mocos.