Corazón de argamasa

El asombro del tritón

 

Salvador, matarife sensible y vegano, aún creía en el amor. Sería por eso que andaba él detrás de una viuda de nuevo cuño, dueña de un bar y casa de comidas adonde acudía a saciar el hambre con asiduidad. Era su hogar tan solo el lugar donde pernoctaba, desde que pereció su anciana madre y poco después la gata atigrada que les hacía compañía.

El caso es que la sonrisa agridulce de la viuda le reblandecía a Salvador hasta el tuétano. Tan digna le parecía aquella mujer, tan sufridas sus silenciosas lágrimas que en ellas vio reflejada su propia soledad. También pudo ayudar que era verano, el centro mismo de la canícula, con sus buenos cuarenta grados.

Un día tórrido como tantos otros, ahíto ya de impaciencia y de testosterona, Salvador reunió el valor para hablarle a Eulalia:

—Hola, Eulalia.

—Son diez cincuenta, como siempre, sin café.

—No, sí, claro, pero no, no… Yo lo que quiero decir… —y empezó a titubear.

—¿Es que te piensas largar sin pagar? —y lo dijo la impertérrita viuda sin asomo de ironía—. ¿Conque esas tenemos! —Eulalia frunció el ceño y  Salvador sintió que su poca determinación se evaporaba por todos sus poros junto al sudor.

—Ni mucho menos, solo que ¿cuánto costaría…? —Esta vez Eulalia esperó curiosa a que acabara la frase.‒ Quiero decir que estás hoy muy guapa, sí, muy señora y muy guapa, aunque tú siempre lo estás, Eulalia, pero hoy mucho más y…

La dueña del bar atajó una digresión que no venía a cuento:

—Pues diez cincuenta, que hoy tengo trabajo.

Como la ocasión la pintan calva, en ese momento entraron nuevos clientes vocingleros y rudos, con el atuendo típico de la obra (constructiva, no social), tan bronceados ellos, tan viriles. Eulalia se olvidó de él y rápidamente dejó la barra para atenderlos. Salvador, inmóvil ante el mostrador y de espaldas a lo que acontecía, pudo distinguir la voz cantarina de Eulalia, locuaz y alegre  cual potrilla cascabelera en un día de verano: cuatro menús con postres, que más tarde pedirían el café y la copa, “vosotros sí que sabéis”.

Fue entonces cuando Salvador giró sobre sí mismo para cerciorarse de si aquello era lo que parecía, con tan mala suerte que en ese momento el obrero más cualificado le propinó a Eulalia una sonora palmada en el trasero. Todos rieron, pero ante su asombro Eulalia no se indignó, sino que guiñó un ojo al susodicho y ensanchó aún más su sonrisa de potranca desbocada.

Salvador, perplejo, se dio medio vuelta y sacó de su cartera quince euros. Cuando Eulalia regresó, su mirada ya era otra. Con una apreciación oscuramente profesional le tendió los tres billetes y le dijo:

—Cinco por las ancas, cuatro por la grupa y uno cincuenta por la testuz, y quédate con el cambio.

Al poco tiempo la viuda renegada cerró el bar de comidas y montó junto al capataz de la obra un próspero negocio de venta de material de construcción en las afueras del pueblo. Salvador, el matarife sensible y vegano, había entendido a tiempo que Eulalia, corazón de argamasa, sería imposible de trinchar.

 


Más artículos de Fernández Dolors

Ver todos los artículos de