En un otoñal jueves la vida se enrosca en apática calma. El sol pierde fuelle minuto a minuto en proporción directa con las capas de ropa que se superponen en los cuerpos cansados.
Sin pensar demasiado en el mañana; algunas viejas glorias consumen el aperitivo de la una en las pocas terrazas que quedan abiertas. Beben casi siempre alcohol, se tambalean en su silla y llegan a casa a trompicones. Es sencillo imaginar cómo pasarán el resto de la jornada, entre el sopor y el sueño, comiendo poco y mal, esperando delante del televisor a que den las ocho de la tarde para volver a las andadas y buscar un poco de compañía en el bar del barrio, si es que aún no lo han clausurado las alarmas y las restricciones de turno, o el dueño no ha aspirado todavía el rapé envenenado que se queda a inflamar la garganta como un sapo atravesado y vil.
Con un poco de suerte uno de estos “Manueles” encontrará a alguien para jugar una brisca o acaso un dominó, antes de emprender retirada a la jaula que conforma la colmena completa que Cela nos mostró tan gráficamente.
Así un día tras otro, hasta completar el calendario de una etapa distante y alucinada en la que vegetan generaciones de hombres que ya lo dieron todo y ahora esperan, tranquilos y cansados, el vermut del día siguiente. Si puede ser con guinda o aceituna mucho mejor. Si la aceituna va rellena de anchoa, entonces, será fiesta. Fiesta en tu casa, en la mía, en la casa del mundo trastocado en que andamos inmersos y combados.