Y tú, Lola, niña muerta con diecisiete, equivocándote a lo bestia, contrayendo matrimonio con un cuarentón que te hizo la vida astillas y asteriscos. Crisis de identidad a los veinte y con tres nenos, como diría tu abuela asturiana, y el cuarentón tan tranquilo, observándote desde su mesa de trabajo, huyendo de ti y tu circunstancia a las ocho en punto de cada tarde hueca. ¡A estirar las piernas!, te decía. Sus piernas que no eran capaces de llegar a lugar interesante alguno. Con lo que tú hubieses disfrutado con una sola muestra de interés y de aire renovado, pero no, no, Lola, tú a callar, y a observar la vida desde el balcón de los otros, de los que salían al cine, al baile, a cenar y a reír a carcajadas de las ocurrencias más ridículas. Salir al exterior a exteriorizar, a desvariar, si quieres, pero salir, al menos, a comprobar la nada suburbana o el todo envolvente.
¡Qué podredumbre!, ¡qué hastío de tus propios días!, esos que no viviste, esos que no retornan, esos que se han perdido, esos que han perecido para siempre en un barro viscoso y llameante como de fuego fatuo que se extingue al alba.
¡Qué pereza, Lola!, con lo elegante y lo guapina que eras, que diría tu abuela la asturiana. Y tú, Lola, ni un maldito café mañanero te tomaste en treinta años, no se podía, siempre hubo mucho trabajo, todas tus horas las copaba la hacienda, el negocio, luego la comida, a continuación, y por las tardes, más quehaceres, los nenes que crecían, tú que te marchitabas. Sí, es un topicazo, lo sé, pero no encuentro otra palabra menos hiriente para tu alma virgen y expectante. Siempre esperando el maná que no llegaba y él, machista, intolerante, celoso, y veinte años mayor que tú, Lola. A mesa puesta, a plancha a punto, a carreras para que el jabón no resbalase dentro de la bañera y se diluyese en el agua a treinta y dos grados exactos, y escrupulosamente medidos con tu codo de niña muerta.
No sé cómo pudiste no levantar jamás tus lágrimas hasta sus cejas espesas de simio embrutecido.
No te comprendo, Lola; hasta la servilleta de hilo te exigía. Eras tú la que se levantaba de la mesa a mitad de la cena para alcanzar su caprichosa ocurrencia del cajón contiguo. «Ahora que, si te molesta mucho, no se me caen los anillos, yo también puedo levantarme», te decía. ¡Qué pena, Lola!, y tú le obedecías como la niña muerta en que te transformaste.
Harapo del tiempo no vivido, eso exactamente era lo que pensabas de ti misma. Y tú, Lola, aquella tarde que no reconociste como última, ni como renovadora, ni como transcendente, porque todas las tardes eran ya la misma tarde. Aquella vez ni siquiera percibiste el portazo de las ocho en punto, tan acostumbrado como tenías el oído a la sintonía del desapego y del bochorno entumecido. No se produjo.
Aquella tarde, digo, lo encontraste derrumbado, y con un zapato puesto, a punto de prepararse para su salida diaria. Detrás de la puerta del negocio y aún con la bata derramada sobre su brazo izquierdo. Absoluto, imperativo el gesto, destronado al fin, y muerto.
Pintura de Lita Cabellut