Apenas logró asomar su cabecita, a través del chocho monstruoso de mi mujer, mi hijo abrió unos ojos avispados, con los que echó un vistazo a su alrededor, y, acto seguido, le preguntó al tío de verde que le pillaba más cerca:
—Discúlpeme si le parezco indiscreto, pero, dígame, ¿es usted mi padre?
—No, señor. Yo soy el ginecólogo —le contestó el médico poniéndose firmes, pues el tono de voz de mi hijo es tan seco que impone mucho respeto.
—Entonces, hágame el favor de ir a buscarlo.
Evidentemente, no hizo falta que me vinieran a buscar. Era padre primerizo. Y como buen padre primerizo, ardía en deseos de conocer a mi hijo, leerle un montón de cuentos y joderme la espalda enseñándole a montar en bicicleta. Así que solté la mano sudorosa de mi mujer y me fui corriendo a saludarlo; aunque, visto en perspectiva, habría sido más inteligente por mi parte salir corriendo en dirección contraria.
—Hola, papá —me saludó mi hijo meneando la cabeza, desilusionado—. ¿No te han dicho nunca que solo disponemos de una oportunidad para causar una buena primera impresión? En fin, ahora ya es demasiado tarde para eso. Pasemos a otros asuntos más importantes. ¿Qué nombre habíais pensado ponerme?
—Antonio —le dije tratando de que sonara fuerte y alegre.
—¿Antonio? —repitió mi hijo con desdén —. Un poco paleto, ¿no te parece? ¿Y si lo cambiamos por David? Se escribe igual en castellano y en inglés.
—Yo me llamo Antonio —le dije como si aquello fuera un argumento.
—Ya. Te pega.
—De acuerdo —me resigné—. Que sea David.
—Apúntalo, que no se te olvide. Prosigamos. ¿Lactancia materna o biberón?
—Materna.
—Bien. ¿A demanda o cada tres horas?
—Cada tres horas.
—¡No, no, no! ¡Táchalo! En su lugar, apunta: “a demanda”. Eso es todo por ahora. Pásalo a limpio. Mañana quiero dos copias. Una para mí y la otra para mamá. Y hablando de mamá, vete a pedirle que, si no es molestia, dé otro empujón. Me he quedado atascado y empiezan a dolerme las costillas.
El resto del parto siguió un curso razonablemente normal. Después de la cabecita, salieron el pechito, los bracitos, la barriguita, la pollita, los huevitos, el culito, las piernecitas y, por último, los piececitos. Oficialmente, David ya era un recién nacido. Y como tal, lo dejaron sobre los pechos de mi mujer, que estaba tan sorprendida como todos los demás.
—¿Puedo? —le preguntó David, señalando pudoroso uno de sus pezones hinchados.
—Claro, hijo. Sírvete.
David se amorró al pecho izquierdo. El flechazo fue instantáneo. De ahora en adelante, la que había sido mi mujer pasó a ser la madre de mi hijo.
—Creo que tú y yo vamos a llevarnos muy bien —le dijo David mientras le sobaba el otro pezón con sus deditos regordetes—. En cuanto a papá… En fin, todos cometemos errores. No hace falta que te disculpes. Además, tiene fácil solución. Todavía eres joven y, por cierto, muy guapa. Si tú quisieras, no tendrías ningún problema para encontrar otro partido más conveniente a nuestros intereses comerciales…
Como os podréis imaginar, en cuanto David se durmió, le dije a su madre que teníamos que entregarlo en adopción. Pero, pese a pedírselo de rodillas, ella se negó en redondo. A sus ojos, David era un bebé peculiar. Nada más que eso. De hecho, continuó, a ella le había parecido un bebé muy simpático y bien educado. Así que, al cabo de un par de días, ya estábamos los tres en casa, jugando a la familia feliz; juego que se terminó, casualidad o no, justo el día en que la madre de mi hijo cumplía la cuarentena y volvía a tener el chochín listo como una trampa para cazar ratones.
—No te lo tomes como algo personal —me dijo ella mientras me acompañaba hacia la puerta, donde había dejado todas mis cosas amontonadas—. Cuestión de negocios.
—Ya… —le dije agarrando las maletas.
—¿No vas a despedirte de David?
Como un idiota, dejé otra vez las maletas en el suelo. Mi hijo estaba esperándome, acostado en su cunita.
—Adiós, papá. Me gustaría poder decirte que lamento tu destitución.
—Descuida, hijo. A ver si el próximo te gusta más —le contesté sin acritud—. Vendré a verte el fin de semana que me toque. Disfruta de tu victoria.
—Lo haré. ¿Aceptarías un consejo? Hazte un favor, papá, córtate el pelo y aféitate. Con estas pintas pareces un pordiosero.
El muy cabrón… Lo más triste de todo es que tenía razón. Ese mismo día me rapé la cabeza y me quité la barba. Desde entonces, causo una buena primera impresión. Pero os diré un secreto: en el fondo, sigo siendo el mismo idiota.