Comedores

El martillo pneumático


Recuerdo las placenteras comidas al aire libre, inolvidables, con la suave brisa y las vistas tranquilas de un mar en calma, con el aire perfumado que se filtraba entre los árboles. Memorables a orillas del Duero, o mirando el mar de Torre Valentina, o entre los olivos en Creta o en el jardín de Vilamarí, donde los poetas se reúnen a cenar en la noche de San Juan.

Sin embargo, a pesar de aquellos buenos recuerdos a plein air, siempre he preferido comer en un comedor interior, con paredes pintadas con colores suaves, sin tapices ni barnices; en una sala con poca decoración, sin espejos ni elementos brillantes, donde lo único que brille sean las escamas de una lubina salvaje, la cubertería o las iridiscencias del aceite. Me gusta que la cristalería tenga la transparencia de un día ventoso de invierno y no refleje nada que no sean los comensales o lo que hay encima de la mesa.

Esto de la comida es algo delicado y en el exterior corremos más riesgo de que la cosa se estropee: una racha de viento que se lleve el aroma del rodaballo, un rayo de sol que neutralice el esplendor de una escarola bien aliñada, un nubarrón que oscurezca el color del vino de Borgoña o unos ramajes que con su movimiento puedan distraer el sabor punzante de una buena mostaza de Alsacia.

En todo caso, al aire libre o en un interior, es conveniente cuidar la mantelería evitando los estampados estridentes y seleccionar la compañía, no vaya a ser que a algún comensal le dé por hablar de política, de futbol o de religión.