Los puros (primera parte)

Relatos bochornosos

 

Todo lo que voy a relatar es una historia real, aunque me he permitido algunas licencias dramático-cómicas (más de lo segundo) por el bien de la historia, pero traslado al papel (pantalla) lo que un buen amigo nos contó a una amiga y a mí, tomando una cerveza en una terraza, en pleno invierno de Madrid. Por supuesto, en cuanto terminó con la anécdota, le pedí permiso para pasarla a negro sobre blanco, porque me parecía digna de ello. Para salvaguardar su anonimato –al fin y cabo, sucedió en el terreno laboral, pero con el tiempo se convirtió en leyenda en los círculos de su profesión— utilizaré un nombre y apellidos falsos, aunque, haciendo honor a los reales, intentaré que suene parecido, no sé, Paco Rodríguez, por ejemplo. Paco es alguien de porte mesetario: bajito, prieto, “fornío” (que no fornido), con el pelo más que en retirada desde hace años y fumador de los que arranca el filtro del cigarro. En algunos aspectos, es un hombre de otro tiempo, pero eso no quiere decir que no se mueva como pez en el agua en cuestiones digitales. De hecho, es experto en Database, o sea, el futuro que ya está aquí. Como detalle de su personalidad, diré que hace karate en su tiempo libre, pero no se engañen por su estatura. De hecho, va a un gimnasio de barrio, de los que todavía huelen a sudor, nada de gyms hipsters donde pegan a un pera de diseño. Además, es cinturón negro primer dan, con espolones, “que no es lo mismo, ¿eh?”— matizó Paco—.

Paco es castizo, de barrio obrero de toda la vida, concretamente Hortaleza. Es un personaje con un devenir existencial digno de película, empezando por su primera experiencia laboral como acomodador en un cine de barrio, además de otros trabajos que le permitían pagarse los estudios. Se licenció en Sociología, leyó a escritores alemanes intensos, se echó una novia teutona —demostrando que el landismo también triunfa allende el Rin—, y convirtió la investigación de mercado en su profesión. Es un currela de los de verdad, sí, pero también un bon vivant de cráneo afeitado, pero muy de izquierdas, evidentemente.

La historia se remonta a principios de la última década del siglo pasado, concretamente el año 1992, que, como saben los señores y señoras, es el de las Olimpiadas de Barcelona, la Expo de Sevilla y el despertar económico de España, es decir, el inicio del chanchulleo patrio que, a largo plazo, nos llevó a la ruina, por obra y gracia de los de siempre (los que dicen madrugar). También eran tiempos en los que la ETA estaba on fire, ahora que el audiovisual patrio se atreve a contarlo, pero entonces no había pelotas para meterse en ese tema. De hecho, ese año fue especialmente sangriento porque los iluminados de la txapela, con la máscara de Scream, querían boicotear el “despertar” ibérico para la consiguiente propaganda de su “problema”. Y explico esto porque la historia que nos contó Paco sucedió en Navarra, específicamente en una carretera comarcal de Pamplona a Tudela.

Aquel año Paco estaba empezando, y, como otros en su oficio, le tocaba coordinar grupos de discusión sobre cualquier producto. ¿Y qué le tocó en aquella primavera de 1992? Pues reunir a un grupo de personas para que hablasen de marcas de cigarros… puros. Como suena, sí, sí, esos que en el pasado se fumaban en el fútbol y los toros, donde veías ascender una densa nube, tipo niebla victoriana, por encima de estadios o cosos taurinos; esos mismos puros a los que los señores de bar clavaban un palillo en la boquilla para fumarlos. La empresa de Paco, concretamente la sede de Pamplona, había logrado reunir un grupo de discusión en Tudela, así que para allá se fue nuestro héroe, con la intención de que gente seleccionada de la pedanía opinase al respecto. Por lo que dijo hacía buen día —como seguramente ocurrirá el día del Apocalipsis, esto es un chiste de Muchachada Nui—, iba en coche, con los puros en el maletero, escuchando a Los DelTonos (la banda de rock a la que venera), fumando un cigarro, con el codo por fuera de la ventanilla, disfrutando del paisaje, que por eso prefirió coger la comarcal.

Y entonces, en un cambio de rasante, como mandan los cánones, se topó de morro con un control de la… ¡Guardia Civil! Pero no crean que era el típico control de alcoholemia, que pensarán los nacidos en el siglo XXI; no, amigos, no, un control antiterrorista de los G.A.R., que para los no iniciados, o los que piensan que ETA es un grupo indie, era la unidad de la Guardia Civil que luchaba en el ámbito rural contra una banda escurridiza, que en ciertos lugares, jugaba en casa. O sea, unos mostrencos con boina verde y armados con los viejos “chopos” —CETME, el arma semiautomática de construcción española, la de los tiempos de la famosa “mili”, que pesaba un cojón—. Eran tres Nissan Patrol de los de antes, bien ubicados, así que no había escapatoria. Evidentemente, Paco se bajó del coche y colaboró con “los verdes”, que así los llamaban por esos lares. Le ordenaron —con buenas formas, según nos aclaró— que se situara a unos metros del automóvil, junto a un guardia armado que no le quitaba ojo, asegurándose de que no pudiera ver cómo registraban el coche.

Se pasaron un buen rato husmeando al detalle el vehículo de alquiler que la empresa le había puesto. Paco estaba inquieto. Ciertamente si de algo no tenía pinta era de ser un “Kubati”, o un “Paquito”, de paseo por el terruño euskaldun. Pero las confusiones eran el pan nuestro de cada día, sobre todo en los tiempos de la 9 mm Parabellum. De pronto, el cabo Juan —al que así llamaban el resto, y era el más bajito— se acercó a Paco.

—¿Usted sabe lo que lleva en el maletero, caballero?

—Sí, unos puros, es por mi trabajo… Verá, voy a Tudela a supervisar a un grupo de discusión para que opinen de distintas marcas.

—¿Usted trabaja en…?

—Investigación de mercados. 

—¿Y usted sabe cuántos puros lleva en el maletero?

—Pues no los he contado, la verdad, son varias cajas, una muestra para que los vean, los toquen, los huelan…

—Usted lleva quinientos o seiscientos puros, caballero —le interrumpió el guardia civil— y sin los sellos de aduanas —terminó de apuntillar el cabo, eso sí, sin perder la templanza. 

¿Y Paco Rodríguez? Pues se le quedó la misma cara de “pasmao” que la famosa foto de la señora independentista catalana, al escuchar que todo duró… ocho segundos.

(Continuará)