Tengo una sobrina adolescente, Belinda, que dice, para jorobar, que de mayor quiere ser bruja. Y en efecto, para algunas niñatas que van de guays y se tiñen el pelo de colorines, la bruja es una figura simpática, enrollada y rebelde… Cuando logro ablandarla con algún presente de su gusto —como una rata Dumbo doméstica que le he regalado—, aprovecho para darle doctrina. Porque yo, si hay que jorobar, jorobo lo que no está escrito. Y mejor que ella. Sabe más la diablesa por vieja que por diabla.
Le digo que el mundo necesita menos brujas y más feministas, menos hechiceras y más ingenieras, menos sanadoras y más investigadoras. Y suelo añadir que la insoportable realidad es que en la Europa civilizada, católica o calvinista de los siglos XVI y XVII, se quemó vivas a centenares de mujeres, y que en el XVIII también ardieron algunas en la plaza del Mercado.
En realidad, Belinda no sabe por qué quiere ser bruja ni de dónde o de cuándo le viene esa querencia, pero una servidora, su tía, que es Doctora en Historia, la ata a la silla con cinta americana —en sentido figurado— y le cuenta que en los años sesenta, con la euforia de la victoria sobre el fascismo y el nazismo, se produjo la creación o salida a la luz de grupos o sectas de lo más variopinto. Entre ellas, en 1960 —le informo aprovechando que todavía no se ha cansado de escucharme— la llamada «Iglesia de Satán» o «Culto de brujas y brujerías», con cierta exageración, ya que no se trataba de una religión satánica sino de una secta bastante moñas, neopagana y ecologista.
Parece que la engancho, quizá porque le viene a la cabeza lo de Greta Thunberg.
—A partir de 1960 esta devoción brujesca se denominó la Wicca y a sus adeptos wiccanos y wiccanas.
—¿Y eso por qué?
—De Witch, bruja en inglés.
—La Wicca —prosigo— es brujería blanca y religión construida con retales antiguos, sobre la base moderna y feminista de una diosa madre gorda y pechugona de la fertilidad —sería inútil mencionarle a la Venus de Willendorf— y del dios cornudo de la fertilidad Pan. Los adeptos siempre insisten en que son una secta brujeril pero no satánica. Se agrupan en comunas o coven, compuestas por trece miembros, o se mantienen independientes como anacoretas.
A estas alturas, Belinda mira a la rata en su jaula y le hace carantoñas, pero no me desanimo y sigo con lo mío, a ver si se le pega algo. Y porque le he cogido el gusto a la alocución, como suele ocurrirnos a los jubilados.
—Los wiccanos y wiccanas modernos celebran ocho Sabbats solares multitudinarios, tipo aquelarre, y trece esbats propios de cada coven. Su filosofía moral es una mezcla del budismo zen y del esoterismo oriental o céltico de los ocultistas del siglo XIX. Son nudistas, pero no imponen la desnudez ni el sexo promiscuo a sus miembros, salvo cuando celebran aquelarres. Algunos consideran que el interés actual por la brujería y lo oculto forma parte de la llegada de la «Era de Acuario». Si no sabes qué es búscalo en Google. Internet lo ha difundido y en la actualidad los wiccanos están que lo petan en las redes, especialmente en Gran Bretaña y ambas Américas.
—Ya salió la fobia de los viejos a Internet —murmura enfurruñada, bajando sus lindos ojos ribeteados de eye liner negro.
—Más aún, cariñito —sigo yo, ignorando su injusto comentario—, destaca la fundación por parte de feministas estadounidenses a principios de los setenta del movimiento de la Wicca diánica o de la diosa Diana. Su santo patrón no es Pan sino Lucifer, como dios de la luz (stella matutina), a quien se tributan aquelarres nudistas.
—¡Hostia puta! —exclama Belinda recuperando cierto interés.
A estas alturas de mi discurso leo en sus ojos abiertos como platos que ya duda en hacerse bruja si hay que estudiar tanto, y que lo del nudismo de gente mayor le da repelús. Belinda prefiere el desfogue saltarín y los bebedizos de las discotecas, que vienen a ser lo que ella y sus amigos llaman «ir de fiesta». Además, la mención de Lucifer la pone sobre aviso, pues le suenan mis querencias luciferinas, que nunca ha sabido donde ubicar y le despiertan cierto interés.
—Esto que te voy a contar ahora molará, nena, óyeme bien: en 1966 el cantante, ilusionista y esotérico Anton Zsandor LaVey fundó una «religión irreligiosa» de brujos llamada la «Iglesia de Satán». Arremetió contra la hipocresía de las religiones tradicionales, donde incluyó la pedofilia del cristianismo. ¡Fíjate qué moderno! Se le conoció como el Papa Negro. Tenía por mascota un león llamado Togare. Fue admirador y amigo de Marilyn Monroe, de Marilyn Manson y de Roman Polanski. Aparece un cameo suyo en la película La semilla del diablo.
—¿Un qué? —pregunta desafiante— ¿En qué película, dices?
—¿No la has visto? —me espanto.
—¡Ni zorra idea!
—Niña, no digas palabras feas —le reconviene su madre, que pasa por allí hacia la cocina.
—Vale, iré terminando y podrás echar de comer a la rata —digo, y ella suspira, quizá de alivio—. Que sepas que en estos tiempos que corren, la brujería se ha convertido en un engañabobos muy chungo. No hay nada malo en las pelis o en las series sobre brujas, pero no conviene dejarse engañar. A mi entender, las mujeres no debemos presumir ni en broma de querer ser brujas o de tenerlas como modelo.
—¡Hay que destruir al patriarcado! —exclama de pronto, a mi parecer sin ton ni son.
—Me parece muy bien —replico—, pero ¡cuidado! No se destruye al patriarcado a base de brujería, sino de un trabajo constante que empodere a las mujeres hasta alcanzar el equilibrio de los géneros en libertad, igualdad y sororidad.
—¿Puedo irme ya? Tengo que preparar el examen de mañana.
—Vete, vete y prepara, que buena falta te hace, mi amor—. Creo que me he pasado, pobrecita. Además de aburrirla quizá la he incomodado injustamente. A veces la bruja soy yo.