“Las semillas de muerte las ha ido sembrando la Parca lentamente. Una tela de araña prefiguraba futuros de sepultura y de gusanos. Ya la enfermedad ha conquistado tu cuerpo. Te preguntas desde cuándo. Quizá, empezó su labor el mismo día en que naciste. Ella te acompañaba paciente y silenciosa, tejiendo un sudario en tus entrañas, entonando una remota canción funeraria. No te abandona, es tu fiel compañera, la que espera yacer contigo eternamente. Es el premio por tus fatigas, por toda una vida de esfuerzo y anhelos. Es la respuesta a tus preguntas. Es el silencio y hoy descansas en paz.”
Y, mientras leo el epitafio grabado en el mármol de la tumba, creo escuchar una música remota que emana de lo profundo de la tierra. No muy lejos, el viento abre la puerta de un panteón. En las sombras se adivina la escalera que desciende hasta la cripta. El tenue silbo de allí viene.
Inicio el descenso. Siento como si eclosionasen flores minúsculas bajo mi piel. Un cosquilleo me inquieta y me pongo a silbar una vieja canción de nana. Las sombras se espesan y el ambiente se hace cada vez más húmedo, pero una fuerza que no consigo explicar me impulsa, peldaño tras peldaño, a descender. Es como si me sumergiera en las tibias entrañas de un inmenso, apacible rumiante. Estoy bien, pero ya casi no recuerdo por qué estoy aquí. Entonces, se me ocurre que algún día moriré. Se me llevará la enfermedad que ya anida en mi ser. ¿Qué dirá, entonces, mi epitafio? Quisiera que hablara de la brevedad de la vida, de la muerte inapelable. Podría ser algo como esto: “Las semillas de la muerte las fue sembrando la Parca lentamente…”