Escorzos de la memoria

Reflejos


El hombre está en la sesentena. La barba cana recortada con esmero, calvo, peina una melenilla inapreciable alrededor de las orejas. Viste sport, oscuro. Lo descubro concentrado en su smartphone, entre las mamparas de la gran cafetería. Un cuadro de soledad. Como yo, solitario en este lugar grande donde me pierdo por las mañanas para escribir alguna página como esta. O algún relato. O, cuando tengo la cabeza más despejada, me sumerjo en esa novela que empieza a agobiarme, como todas, cuando tengo que concretar el desenlace.

El hombre ha dejado el smartphone a un lado y ahora tiene un PC portátil abierto sobre la mesa. Como yo. Me pregunto si su soledad será como la mía. Quizá también está escribiendo una novela o un relato. Cabe, incluso, teniendo en cuenta su edad, que esté escribiendo una carta, como se hacía antes de los Pc’s o los smartphones. El género epistolar ha caído en desuso, no creo que quede alguien menor de 40 años capaz de escribir una carta como dios manda a su madre o a su novia. O a aquel amigo que falleció, podrido de alcohol y coca, en algún lugar del centro de Brasil.

Tengo esa edad en la que los amigos muertos vuelven con sus ecos a recordarnos que todo tiene su fin. Murió la juventud que vivimos con ellos, las aventuras y amores fallecieron devorados por los gusanos de la memoria.

El hombre permanece concentrado en el teclado sobre el que alterna el uso de dos dedos. Se detiene de vez en cuando y lee reflexivamente lo que hay en la pantalla. Se preguntará, seguramente, si consigue expresar correctamente sus pensamientos, si su lector o lectora comprenderá lo que quiere expresar.

¡Todo es mentira! Lo que realmente pretendo es entenderme a mí mismo. El hombre ese también, cuando escribe lo hace para justificarse, para explicarse a sí mismo, lo guapo y bueno que es, o el pecado al que sucumbió, la tentación no cumplida, el miedo, la cobardía, la ambición… Por supuesto, pretende que alguien le lea. Y lo que busca es quedar bien o quedar excusado de sus debilidades. Porque la relación del hombre con sus debilidades es compleja. Las exhibe para ser perdonado, pero también las oculta en esa exhibición. Sin complejos, te muestro mi miedo para que veas lo valiente que soy.

Escribir sobre la propia debilidad es una forma de conjurarla. Escribir sobre las debilidades ajenas es otra cosa, pura adivinación. Quién sabe cómo viven los demás sus propias flaquezas. Incluso es posible que, lo que para mí es la debilidad de otro, este lo considere una de sus fortalezas más preciadas. Pero, ¿a qué viene ahora disertar sobre la flaqueza humana?

El hombre sigue concentrado mientras teclea. Junto al teclado humea una infusión.

Intento imaginar qué puede estar escribiendo. Me concentro en su rostro, nariz recta, labios finos, barba rizada, ojos pequeños, cejas delgadas, gesto adusto, facciones de estatua clásica. Jersey negro, camisa gris. ¿Qué andará escribiendo mi hombre entre mamparas? Si quiero saberlo no me queda otro remedio que convertirme en mi hombre entre mamparas. Seré su augur. Veamos, podría ser una carta.

“Querido Germán: Cómo ha pasado el tiempo, ¿verdad? Puesto que hace años que no sé nada de ti, te voy a contar algo de mi vida, por si te llega esta carta y te animas a contestarme. Nada me haría más feliz que recibir una carta tuya, desde allí donde estés, créelo. Te escribo desde una gran cafetería que hay en el centro de Tortosa, una ciudad mediana próxima al Delta del Ebro. Es adonde me ha llevado, al fin, la vida. No recuerdo que hubiéramos estado por aquí cuando corríamos juntos las tierras catalanas. Lo nuestro fue siempre el norte. Pues he terminado en el sur. La casualidad y la economía, ya se sabe. Mi vida hoy es una rutina, vivo como un jubilado. Tengo mujer, Aina, que me quiere. Tiene su mérito quererme, deberías saberlo; aunque sé que tú me quisiste, a tu manera, mucho. Fuimos hermanos del alma, sea eso lo que sea. Aina me espera en casa al mediodía para comer. Aina se alegra de que yo me pierda por la ciudad todas las mañanas, con mi ordenador a cuestas o algún libro. Cuando vuelvo a casa siempre me pregunta si he escrito algo, y yo se lo doy a leer. Aina es la única persona que lee todo lo que escribo, que es bastante. Gozo del privilegio y la tortura de tener un único lector enamorado.

He terminado en el sur tras cansarme durante años levantando una empresa en el norte. No ha ido ni bien, ni mal; me ha permitido vivir sin apuros. Y eso me hace sentirme culpable, ¿sabes? Han sido años durante los que he ido viendo caer las hojas del calendario todas iguales. Es posible que eso sea la felicidad, no sé. Ni me han faltado los amigos, ni el amor, ni la comida, ni el cobijo. Cada año, la nieve; cada año, las amapolas. Pero no puedo esconder que me ha faltado la aventura, la desfachatez ante la vida que nos movía entonces. Ya lo sé: la juventud termina venciéndose ante lo cotidiano, los sueños se rinden a la realidad. Así es la vida.

Aquí, Aina, ha tenido el mérito de ser el bálsamo de mi aburrida vida. Su capacidad para encontrar placer en las pequeñas cosas me ha consolado por la pérdida irremediable de la juventud. Nos hemos reído mucho y en esas risas renacía la poca esperanza de mi vida.

Vaya, he tenido que secarme una lágrima que resbalaba por mi mejilla. Te he mentido, Germán. Sí, esto es Tortosa y estoy en una gran cafetería. Sí, salgo todos los días con mi libro y mi PC a escribir algo que me mantenga vivo. Sí, he visto caer esos calendarios que te decía. Pero algo no es cierto: Aina ya no está conmigo, un mal infarto se la llevó para siempre.

Cuando vuelva a casa, entre los ecos de las paredes, encenderé de nuevo el PC y quizá cuelgue esta carta en Facebook como el náufrago que tira una botella al mar. Porque lo que también es mentira es que pueda llegarte a ti, que estás muerto y enterrado en el cementerio de algún arrabal de Belo Horizonte desde hace más de quince años.

Otro día te sigo contando, tenemos tiempo. Ahora tengo que volver a casa, a recoger la colada que he colgado a secar esta mañana. El cielo se ha llenado de nubarrones y amenaza lluvia.

Un abrazo,

Josep”.

El hombre entre mamparas sigue escribiendo. Voy corriendo a mi casa, no vaya la lluvia a mojar lo tendido.

No sé si esa hubiera sido la carta que yo le habría escrito a Germán o es la que el hombre de la cafetería terminará de escribirle a su amigo. El tiempo, a estas alturas, ya no tiene principio ni fin, todo se vuelve circular. Sin embargo, el laberinto de la vida se muestra cada vez más claro, y sus salidas son más obvias. Yo espero, ya, una sola.


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