Timoteo se gana la vida como lavandera; sí, sí, lavandera, ¿o debería decir lavandero? Se levanta todas las mañanas, menos los domingos, antes de las seis y se dispone a calentar el agua para llenar la lavadora de turbina de la que dispone.
Lava la ropa de un par de empresas, monos de trabajo principalmente, sucios, realmente sucios. No basta con ponerlos en la lavadora y que se mezan en el agua jabonosa agitada por la turbina, hay que frotarlos cepillo en mano.
Timoteo se guarda bien de que nadie sepa que es él quien lava; hace creer a la gente que lo hace su hija, una muchacha de quince años que estudia bachillerato en el instituto. El sólo se ocupa de los tratos con las empresas. No quisiera que creyesen que era maricón.
Tiene los ojos caídos y la mirada líquida, un iris azul cielo que debería hacer su mirada intrigante y limpia en otros tiempos. Aunque no es un hombre joven todavía podría echar una cana al aire. El pelo rubio ceniza, hirsuto, algo largo, se arremolina sin ningún orden, se encrespa en la frente y le proporciona un aspecto de loco que le caracteriza. Pero Timoteo es abnegado; en verdad eso le pierde.
Hace años la mujer lo dejó y todavía no ha averiguado por qué. Se tuvo que ocupar de traer pan y cuidar de su hija, a la que adora. Ella se levanta a las seis y le ayuda con la tarea antes de irse a clase. Se le parece y tiene una mirada brillante, profunda, desafiante.
Timoteo está delgado, come poco y trabaja mucho. Tiene las manos resecas de tanto jabón y las articulaciones de sus dedos son un nido de huesos y abultamientos deformes de tanto escurrir mono tras mono, cada uno de los días, durante horas y horas.
A Timoteo le gustan las mujeres como a todos los hombres, o eso dicen, pero de hecho está muy resabiado. No se atreve con otra.
Su hija le dice: Papá, deberías salir a pasear, a tomar un vermú; por los menos algún domingo.
Él siempre responde: El próximo domingo, te lo prometo. Saldremos los dos a tomar un vermú y unas patatas. Y ella le responde: No papá, tú, tú solo.