Fulgencio se arriesga

Retales


Fulgencio se ha levantado muy pronto, demasiado pronto. Está en el bar tomando un café con leche, es decir desayunando. Objetivo nuevo.

Hoy no va a hacer como siempre. Decidirá la ruta para, en una estación determinada, salir al exterior, o sea, a la calle; saldrá del queso gruyer de los túneles del metro para echarle una ojeada a esa ciudad que dicen que bulle afuera. Cómo elegir, se pregunta, en qué estación.

Se mete en el suburbano y se deja llevar por la gente.

En las estaciones de enlace con otras líneas observa que sube y baja mucha más gente, pero a eso él ya está acostumbrado. Así que decide hacer lo que le dijo su amigo, Plácido, anoche en la tertulia: va a salir del metro en la estación de Jaime I.

—Ya que vas a salir —le dijo Plácido—, bájate en Jaime I. Desde allí, sin miedo a perderte, verás la plaza del Ayuntamiento, el Palacio de la Generalidad, las Ramblas y luego bajas Ramblas abajo y tendrás el puerto y Colón a la vista. O si lo prefieres subes Ramblas arriba y ahí está el Corte Inglés en uno de los lados de plaza Cataluña.

— ¿Y tú cómo sabes tanto, Plácido?

—Tanto no, sólo lo que he visto. Merece la pena te lo aseguro.

Y Gencio, sale. Sube esas escaleras mecánicas. Un gentío de mil demonios; y no, no reconoce caras como las de su barrio.

Se pasea por una calle que lleva el nombre de Jaime I, y ese río de gente no cesa arriba y abajo. Dos edificios uno a la derecha y otro a la izquierda, custodiados los dos por policías o algo así que lucen traje de gala. Se fija en ellos, en los edificios y, qué quieres que te diga, piensa, no hay para tanto.

Eso debe ser una plaza. Mira en las esquinas. La placa dice: Plaza San Jaime. Se acerca a los uniformados. Los ve tan tranquilos y los del otro lado, justo en el edificio de enfrente hay otros dos con el mismo traje, también tan tranquilos. Son edificios oficiales, se dice a sí mismo. El Ayuntamiento y el Palacio de la Generalidad. Lo que le dijo Plácido.

En el centro de ese cuadrado que forma la plaza, la gente va y viene; se aglomera, le empujan a uno cuando se detiene… ¡Qué ciudad!

¿Tanta gente vive en este barrio? Les va a aconsejar que se muden al suyo. De pronto se fija que no se parecen ni a él ni a nadie de su barrio. No entiende por qué. Le preguntará esta noche a Plácido.

Se dirige a las Ramblas. ¡Y mira que son anchas, pero no se puede transitar! Todo va a empujones.

Gencio no parece el hombre observador del metro. Esto no es el relax al que está acostumbrado a diario. Se va hacia el puerto. Quizá sea mejor. Pero, ¡quia!, igual.

¡Esto es una invasión! Nadie habla castellano, ni lengua que se le parezca, ni pueda entenderse; será el bullicio que no deja oír bien o son lenguas que no conoce.

En el paseo por el puerto, que le dura un buen rato, ve barcos que parecen ciudades.

Gencio se va, se va a su barrio, no sin antes considerar que no sabe dónde se ha metido, jurándose que nunca más saldrá del suburbano cuando se aleje de casa. Esa noche la tertulia se alarga más de lo corriente.


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