Si los malos espíritus se espantan con el ruido y los martinicos salen volando por la ventana cuando hay jaleo en una casa, Valencia en Fallas asegura la purificación de España entera para todo el año. Tras las tremebundas mascletaes de más de ciento veinte decibelios, las bandas de música chunta, chunta, todo el día dale que te pego, privilegiando la percusión; los cohetes, las tracas, las restallantes pirotecnias y las verbenas nocturnas que mantienen alegres a los barrios hasta altísimas horas —y murmurando blasfemias a los que tienen que madrugar al día siguiente—, seguro que no queda ni un demonio, satán, meiga o espectro de mal rollo que no se ponga a buen recaudo en la República Catalana o en el vecino Portugal; aquí, desde luego, no queda uno.
Se nota, se siente esta especie de vibrante lavado sonoro, sólo comparable al de los tambores de Calanda, tan bien gestionado por el arte de don Luis Buñuel. Cuando acaban las fiestas, hay silencio en las calles, se vuelve a oír la voz humana y el llanto infantil en mi barrio. Uno respira como tras una enfermedad febril. La gresca de los borrachos nacionales y extranjeros resulta llevadera, mantenida por la sufrida policía local dentro de unos límites soportables. Tras la tormenta de dinamita y pólvora, viene la calma un poco somnolienta de la primavera entrante, y uno se prepara para una Semana Santa de chicha y nabo —salvo la muy interesante y mediterránea del Cabanyal—, que apenas atormenta a los ciudadanos.
Valencia es una ciudad de ochocientos mil vecinos, más una población turística flotante —nunca mejor dicho, vienen en cruceros que se desvían de Barcelona por lo del procès—, que apenas molesta salvo cuando los italianos y los ingleses le dan al drinking, sin tomar el menor ejemplo de sus colegas japoneses, siempre tan comedidos y cabizbajos. Si a estos vecinos y zombis adventicios les sumamos de pronto, desde comienzos de marzo, el medio millón largo de animosos visitantes que comen, berrean, se emborrachan y desahogan sus cañerías durante las tardes y noches febriles de la semana fallera —que dura casi dos semanas—, ¿qué tienes? Una metrópolis enferma, al límite de sus posibilidades, invadida por inmigrantes legales que no dan cuentas a nadie, una locura, un espectáculo que Berlanga desaprovechó en todo su esplendor surrealista; qué digo, surrealista: bruitista, dadaísta y brutalista.
Lo de menos son esos azulados y entrañables monumentos de poliuretano o poliestireno expandido altamente contaminante, y tediosamente misóginos, confeccionados por los laboriosos artistas falleros, que se ganan la vida honradamente durante todo el año sin armar el menor ruido. Lo maravilloso es que una ciudad con casi millón y medio de humanos en la calle, que se pisotean entre ebrios y empachados de comida basura; lo milagroso, digo, lo deslumbrante es que Valencia arda la noche de san José por los cuatro costados y al día siguiente amanezca intacta, limpia y pura, al menos en los barrios centrales. No sabía yo a qué se debía este fenómeno hasta que un taxista nocturno me habló de la flota de camiones municipales que salen de sus cocheras en la madrugada a quitar de en medio tanta suciedad, no reciclable, como una pacífica invasión de cascos verdes.
No cabe duda de que las Fallas son un monumento: un monumento al bien hacer de los falleros, que impiden con su experiencia y dedicación que ardamos todos como los teucros a la caída de Troya en manos de los argivos; un monumento a los tímpanos humanos, más resistentes de lo que creen los otorrinos; un monumento al trabajo de los bomberos, a la policía y a las ambulancias, que suelen sortear toda clase de obstáculos para socorrer al vecindario enfermo o parturiento. Un monumento, este año, al Alcalde Ribó, que ha resuelto airosamente problemas de prevención antiterrorista y los de circulación, que se habían enquistado con el «caloret».
Y sobre todo, un monumento al santuario de paz y silencio en que se convierte el Mercado Central desde que comienzan las mascletaes en la plaza del Ayuntamiento. A esa hora, entre la una y las dos del mediodía, del uno al diecinueve de marzo, fluye un río humano deseoso de que le machaquen durante cinco minutos los especialistas en las bombas de la paz, a los que Hollywood debe algunos momentos cumbre en películas como 55 días en Pekin. Es una experiencia mística muy importante, que yo añoro porque suelo perdérmela por pereza, pero que recomiendo encarecidamente por su poder revulsivo sobre los chakras.
Como decía, otra de las experiencias místicofalleras de mi vida la he experimentado estos días, antes de refugiarme en un balneario. Entré en el Mercado a la una y media a comprar unos tomates, cuando algo me sobrecogió. No supe en principio qué. Era el silencio. El Silentium. Cierto es que el Mercado Central tiene algo de la geometría sagrada de las catedrales del que tanto sabe mi amigo atlante José Miguel, de Mystic Topaz, y que el ánimo se sosiega cuando entras aunque esté atestado de compradores. Su impresionante arquitectura, lejos de potenciar el ruido, lo amortigua por alguna razón perteneciente al campo de la ingeniería mística. Compré religiosamente mis tomates rosa del Perelló y me apresuré a regresar al búnker antes de que Valencia comenzara a poner en escena una vez más el reventón asustademonios y la marea invadiera incluso el santuario de Baco y Ceres. Esto fue el día 15 de marzo. De más allá no me hago responsable.