Recuerdos de la infancia

Sin astrolabio, brújula ni sextante



Demasiado sé que yo vengo de otro mundo, un mundo donde se ve sin mirar. Porque, si no, no se explica que de niño abandonara la cama con los ojos cerrados para dirigirme a la calle, sin topar con mueble ni obstáculo alguno de casa. No se explica, no, que bajara la escalera (mis padres tenían el dormitorio en la planta alta) y alcanzara la vía pública, con riesgo de entrometerme en el tráfico automovilístico. Mi padre corría con el cabello de punta, en pijama y zapatillas, al rescate desesperado del peligro y a reintegrarme al hogar familiar. En todos los casos reaccioné dócilmente. Sin abrir los ojos, volvía al lecho en su compañía (él un paso detrás de mí, vigilante). Tan pronto llegábamos me recogía al amor de las sábanas para continuar soñando sin haber despertado en el entreacto. Solo una vez desperté, sí, precisamente en el trance de superar la puerta de la calle, y entonces sí, entonces sí es verdad que abrí los ojos y me sentí extraño, como si yo no fuera yo, y pensé “si no soy yo ¿qué hago yo aquí?” Al día siguiente vino el carpintero. Habló con mi madre, tomó medidas con la cinta métrica. Y se fue silbando. A la tarde volvió silbando (silbaba siempre: si no lo hacía, era porque tenía el puro apagado en la boca) y colocó al pie de la escalera una puerta artística de barrotes pulimentados de madera de pino con cierre metálico, para impedir aquellas excursiones en estado insomne. 

Mis sueños eran por entonces tan radicales y tan profundos que a punto estuve más de una vez de morir por asfixia. Dormía bocabajo sobre la almohada, tapándome nariz y boca, de tal manera que no conseguía ni una brizna aire con qué ventilar los pulmones. En tales casos era consciente de la inmediatez de la muerte. Y habría muerto, desde luego, si no fuera porque a última hora, al llegar el estertor final, aparecían las convulsiones y con ellas el levantamiento de la cara y la toma de una pizca de aire que me hacía revivir. Otras veces ocurrió que dormía tan profundamente, y tan a gusto del cuerpo y del espíritu, que me era imposible despertar. Con esfuerzo titánico (que me dejaba extenuado) lograba mover una insignificancia el dedo índice de la mano derecha, cuyo movimiento era observado febrilmente por mis retinas, admiradas del hecho portentoso que estaba ocurriendo, y poco a poco y con mucha insistencia lograba recuperar el control del cuerpo y despertar completamente.

En cuanto a las excursiones nocturnas, mi padre planteó el caso al doctor García de la Torre, que pasaba consulta domiciliaria viajando en un flamante escúter Lambretta. El doctor sentenció que aquello no era cosa de preocuparse, que los episodios desparecerían por sí solos sin necesidad de tratamiento. Y así ocurrió en efecto. Solo queda el tremebundo y vivo recuerdo.


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