La Mariposa de las Tumbas y yo estamos sentadas en el suelo entre almohadones de seda india con lentejuelas y pedrerías. En un incensario de latón humea un cono de pachuli, cuyo aroma no percibimos porque estamos habituadas a él. El escritorio de mi amiga rebosa de libros místicos y esotéricos y de artículos publicados por colegas de la Universidad de México, donde antes hubo montones de mitología grecorromana y diccionarios de lenguas muertas. Se ve pequeñita a la Mariposa, entre tanta y tan espesa erudición.
Mientras bebemos en unos vasitos azules un poco de tequila que quedaba de nuestro último encuentro, la Mariposa de las Tumbas me dice que de los centenares de coplas sobre la Llorona del acervo popular mexicano, hay unas que la perturban especialmente. Debe de haberlas encontrado hace poco, porque nunca me había hablado de ellas, y mira que tiene a la Llorona en la boca día y noche, que ya aburre.
—Estas coplas me inducen a meditaciones oscuras —murmura soñadora y fantasiosa, llevándose el cabello detrás de las orejas de soplillo—. Son insondables si las recito de memoria o las oigo cantadas, medio rotas, por la vieja Chavela Vargas o escarchadas como las de la niña bonita Ángela Aguilar, mientras miro el espejo de obsidiana a vista de colibrí como nos enseñó a hacer el chamán Sergio Magaña.
¡Sergio Magaña! —exclamo— Hacía años que no oía ese nombre, pero enseguida acude a mi mente el apuesto criollo de rostro blanco y redondo como la luna que nos había dado algunas clases de meditación náhuatl con el disco de negro mineral entre las manos, en la tienda de fósiles y piedras semipreciosas Mystic Topaz, cerca del Mercado Central y de La Charca Literaria.
Desde que la Llorona se ha apoderado del espíritu de mi amiga, raramente habla ella de otras cosas. Lo curioso, como suele suceder con las obsesiones, es que yo acabo presa de las suyas y queriendo compartirlas, ya que, de puro intensas, las rodea un aura de goloso color lila como el de los caramelos de violetas o los amores imposibles.
—¿Y qué coplas son esas, Mariposa, si puede oírlas un profano o profana como una servidora? Me encantaría saber cómo pueden colonizar tu mente como un cangrejo ermitaño. Tú siempre has sido más de fantasías hoffmannianas, anglosajonas y a ratos grecorromanas.
—Quizá te turben, Ingeniera —dice vagamente— o, peor, puede que no entiendas mi peregrino pero genuino sentimiento y me tomes, como haces últimamente, por obsesa y alucinada.
—Tú dilas, cántalas o ponlas en YouTube, que ya las juzgaré yo —replico impaciente.
—Así rezan, que me las sé de memoria —dice refiriéndose a las oscuras coplas anónimas que la tienen tan entretenida:
«Yo te soñaba dormida, Llorona,
Dormida te estabas quieta.
Yo te soñaba dormida, Llorona,
Dormida te estabas quieta.
Pero en llegando el olvido, Llorona
Soñé que estabas despierta.
Pero en llegando el olvido, Llorona,
Soñé que estabas despierta.»
Me parece excelente. Puede, en efecto, causar cierto relámpago de llanto en el auditorio, en este caso una servidora. Pero tampoco es para tanto, pienso apurando el vasito de licor de Amatitán.
—La voz —explica Mariposa— es de la enamorada de la Llorona, pues quien la canta siempre es una mujer. Esta duerme y sueña, en la copla, que la Llorona está dormida. Dormida y quieta como muerta, como las novias de Edgar Alan Poe, para quien el objeto más bello del mundo era, según explicó el poeta en un ensayo que tú misma, Ingeniera, comentaste, el cadáver de una mujer hermosa. Porque se conoce que, según Marie Bonaparte y todas las demás que lo han estudiado, incluida tú misma, Poe amaba a la Madre muerta y la confundía con la novia.
—¿Dices que yo dije eso? ¿Cuándo y dónde, que no recuerdo nada? —me espanto y me veo, en el espejo que cuelga en la pared frente a mí, como una máscara con las cejas y la frente arrugadas y los ojos desmesuradamente abiertos.
—En un curso de doctorado —responde con mansedumbre—, haciendo una pausa en que nos explicabas un asunto de construcción de cúpulas, para que nuestros intelectos no se agarrotaran.
—Si tú lo dices… —creo que en esta ocasión la Mariposa de las Tumbas se equivoca de persona; concretamente de dos personas: yo misma, que nunca he sido filóloga, y ella, que no se ha doctorado en ingeniería sino en artes audiovisuales, con una tesis sobre espectros femeninos.
—Y también dijiste —¡y dale!— que Poe las resucitaba misteriosamente, tras cambiar sus rizos negros por la cabellera dorada de las muertas, como en el cuento Berenice. Bueno, yo sigo con la copla de la Llorona, que hoy te veo con la memoria algo espesa y la mente poco amiga de fantasías necrófilas.
»Pues bien, luego, en la segunda cuarteta, la voz poética enamorada de la Llorona o de la Muerte, que vienen a ser lo mismo, sueña que está despierta y la olvida. Y digo yo: «¿Quién demonios olvida a quien? Porque a estas alturas me encuentro dando vueltas en bucle o poco menos.»
—Yo creo —aventuro— que la cosa va de la contemplación a la pérdida absoluta del fantasma en el tiempo: de la belleza de la amada dormida, o sea muerta, a la oscura Malinche que llora porque todo lo ha perdido al ayudar a la perdición de su pueblo.
—No sé si te entiendo, y además te estás poniendo pálida, Ingeniera. Vamos a dejarlo, porque en la botella de “la bebida nacional”, regalo de Odile, debía de quedar más de lo que pensábamos cuando la apuramos en los vasitos azules. También yo empiezo a ver doble.
—Hija, ponme la copla cantada por Chavela, que me estás mareando —dije imperiosamente, lo cual no es mi estilo—. Quiero oírla entera y verdadera, y entenderla en su breve mismidad, sin tus farragosas interpretaciones que me despistan. ¡Hale, venga! O mejor, mira, pon la versión de Natalia Lafourcade, si la tienes. ¡Santo cielo, me estoy dejando poseer por la Llorona…!
La Mariposa Negra ríe como ante una broma. Siempre lo hace cuando llegamos a este punto, cuando nota mi claudicación ante sus obsesiones. Se diría que sus aventuras con el fantasma veracruzano son más carnavalescas que fantásticas. ¡Ay, Dios, cómo juguetean sin ton ni son las fantasmagorías de la muerte cuando una es amiga de las mariposas negras!