Dedicado a Lázaro Covadlo, autor del formidable relato Nadie desaparece del todo, cuya lectura recomiendo y al que debo la inspiración para esta fechoría mía en forma de cuento.
A la gente normal se le cae generalmente el pelo o los dientes. A las señoras de cierta edad se les caen las tetas. Hay personas que pierden peso, las ilusiones o la virginidad.
Yo desde muy joven fui especialista en perder partes de mi cuerpo.
Primero se me cayó una oreja. Era la hora del desayuno. Mi madre me había servido el café y unas tostadas. Era una madre-gallina de esas que siempre están pendientes de que a sus polluelos no les falte de nada. Fue al ir a untar la tostada con mantequilla cuando ocurrió. Todos pensaron que lo que cayó al suelo de la cocina era el pan untado y que, por la inevitable ley de Murphy, caería con la parte pringada hacia abajo. Como los de mi familia eran muy despistados —o simplemente pasaban de mí—, nadie se dio cuenta de lo que había ocurrido realmente. Hice como que no le daba importancia, con el pie la aproximé un poco, me agaché y me la guardé discretamente en el bolsillo trasero del pantalón. Acabé el desayuno y me fui a mi cuarto. Allí, frente al espejo, comprobé que en efecto me faltaba uno de mis pabellones auditivos, concretamente el derecho. Intenté recolocármelo de nuevo, incluso usando pegamento del fuerte, pero fue inútil.
—Bueno, qué le vamos a hacer —me resigné, guardando la oreja en una caja del altillo del armario—. ¡Para las tonterías que hay que oír!
Después vino lo del ojo. Una noche tras acabar la cena, viendo la tele con mis padres y mis hermanas, pegué un estornudo y uno de los globos oculares salió disparado de su cuenca, dio un rebote encima de la mesa y rodó por la tarima del suelo del salón, como una canica de esas de cristal: toc, toc, toc, toc… Tampoco nadie se percató del asunto. Yo me agaché, cogí el bolindre aquel, le quité una pelusa, le eché un poco de mi aliento, lo froté con un clínex para desempañarlo, como se hace con las gafas, y me lo guardé en el bolsillo delantero de la camisa como el que se guarda una moneda. Cuando me fui a mi cuarto tras desear a todos las buenas noches, me di cuenta del desaguisado. La caja del altillo fue su destino.
—Bueno, gafas de sol y listo —me dije—. Creo que con uno solo me apañaré, como los cíclopes.
Unos días más tarde, en la clase de literatura, mientras el profesor hablaba de Cervantes y de la batalla de Lepanto y mi mano derecha tomaba apuntes a toda velocidad, a esta le dio por independizarse del brazo y sin soltar el bolígrafo salió disparada hacia delante como un proyectil, con la punta del Bic naranja abriéndose paso en el aire cual misil intercontinental, con tanta puntería que cayó en la papelera que estaba junto al encerado, donde el profesor impartía docencia. Como no quise interrumpir la sesión por esta nadería, no fuera que alguien me tildara de oportunista, esperé a que terminara y, una vez hubieron desalojado toda el aula, fui a recuperarla. Allí estaba sujetando el boli y en buena compañía rodeada de papeles llenos de garabatos, pañuelos usados y chuletas de otros compañeros. Me guardé la mano en la mochila—y el boli también, que estaba nuevo— para darle acomodo una vez llegara a casa:
—Tomar apuntes está sobrevalorado. Ahora con esto del correo electrónico y los archivos de texto te ahorras mucho trabajo.
¿Nunca se os ha dormido un pie? Es una sensación extraña, como una falta de sensibilidad acompañada de hormigueo. Me pasó en el autobús de regreso a casa. Cuando me levanté del asiento para bajar en mi parada, me di cuenta de que el pie dormido no despertó, y tampoco se movió. Mi pierna había comenzado a andar sin él. Lo cogí, lo guardé en la mochila junto a los apuntes de Filosofía y salí de allí a la pata coja.
Según iba cumpliendo años, mi madre se iba poniendo pesada con el tema de la búsqueda de la novia ideal:
—Hijo mío, ya va siendo hora de que asientes la cabeza, deja de picar aquí o allá, busca una mujer que sea maja y de buena familia.
Por fin me eché una novia. A mí me gustaba, pero a mi madre no. Decía que era poca cosa, tirando a fea, que su padre era peón de albañil y de pueblo y que no tenían un duro.
El día de la boda mi madre tenía un gran disgusto y no dejaba de repetir que yo estaba equivocado. Tras pronunciar frente al cura el sí quiero y al ir a poner el anillo en el dedo de mi novia, mi cabeza se desprendió del cuello y salió rodando por el suelo como una absurda bola de billar. Mientras rodaba por el pasillo central iba saludando educadamente a los invitados.
—¡Qué contrariedad! —exclamé—. Para una vez que me decidí a asentar la cabeza…
La boda no pudo acabar de celebrarse por ausencia parcial del novio, porque sin cabeza no había beso, quedando la ceremonia incompleta.
Así que cada uno se fue a su casa. Mi novia a llorar desconsoladamente y yo a seguir coleccionando cosas para mi caja.