En el cuarto

Pneumas


Cuando ajusté el nudo de la corbata alrededor de mi cuello, la mujer levantó sus piernas infinitas sobre el sofá del salón mientras escrutaba con intención mi delgado desnudo exhibido bajo esa estrecha tela que colgaba sobre mi pecho huidizo.

El inesperado e irritante frenazo de un coche en el exterior encogió su rostro provocándole un caudal de arrugas efímeras al tiempo que tensaba el cuerpo elevando sus caderas y mostrando una vulva enrojecida que se abría y cerraba con la habilidad de una boca moviéndose al pronunciar un discurso vacío.

El exquisito mimo con el que ella recuperó la compostura provocó una extraña reacción al brotarle margaritas amarillas y peonías fucsias en el hueco de su ombligo, lo que, por otro lado, aportó elementos de luminosidad y alegría dando color al agrisado aspecto del cuarto en el que nos manteníamos encerrados.

Como para demostrar mi siempre moderada satisfacción con esa fulgurante floración, emití un sonoro pedo que rebotó con ecos polifónicos en las paredes sucias y alteró mi perineo de tal manera que una más que evidente erección tomó protagonismo en aquel rancio confinamiento al que nos veíamos sometidos.

Nos pusimos a cuatro patas y olisqueamos nuestras entrepiernas como si fuéramos chuchos en celo, dándonos vueltas, rehuyéndonos y acercándonos, lamiendo nuestras humedades y nuestros orificios y emitiendo cortos gruñidos, no sé si de asco o de deseo, pero, en cualquier caso, intensificados por una extraña pulsión que buscaba el dolor.

Escupimos hacia arriba para que nuestros esputos gloriosos cayeran sobre nuestros cuerpos sudados, enredados en una cópula lúbrica que se agitaba con movimientos acompasados a la cadencia de un Pater Noster gregoriano que sonaba en la habitación contigua y se escuchaba opacado por nuestros desbordados alaridos.

Sin preocuparnos por si podíamos ser observados desde algunos de los muchos agujeros que, como mirillas, minaban las paredes, continuamos rebozándonos en una mezcla de semen y saliva, de flujos y sudor, de calores e hinchazones, una turbia y espesa amalgama que nos manchaba, nos lubricaba y nos resbalaba.

De pronto, sonaron los avisos previos para acudir a los rezos cotidianos en la hora del Ángelus y, tras mordernos mutuamente en los lóbulos de las orejas, la punta de la nariz, el pezón izquierdo y en la zona más excitada de nuestro cuerpo, nos pusimos en pie, nos vestimos con los hábitos y casullas y abandonamos el cuarto con el sabor de un orgasmo palpitando bajo nuestro crucifijo.


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