La música religiosa y los macarrones

El martillo pneumático


Gioachino Rossini dijo que una de las dos únicas veces que había llorado en su vida fue cuando se le cayó un plato de macarrones al río.

El compositor lloró. Era un hombre sensible y vital capaz de aceptar el reto de componer un Stabat Mater sólo con el único objetivo de rivalizar con Pergolesi, poniendo, eso sí, una condición: su obra religiosa había de ser para uso privado del mecenas que le hacía el encargo.

En pleno clasicismo, superado el exquisito barroco de la escuela napolitana, en 1831, Gioachino Rossini recibió el encargo de poner en solfa esta obra religiosa dedicada al velatorio de la Virgen María.

El carácter teatral de Rossini era opuesto a la introversión obligada que requiere un Stabat Mater, cuyo asunto es la expresión del gran dolor de la Virgen ante la muerte de su Hijo.

Así las cosas, puesto ya en pentagramas, después de escritas la primera parte y la tercera, el compositor sufrió un ataque de lumbago que le obligó a tomarse un tiempo de reposo. Quedaban pendientes las partes 2ª y 4ª. Estas fueron encargadas a Giovanni Tadolini. Más tarde, recuperado Rossini de sus dolores musculares y viendo que su obra había sido comercializada, el compositor cogió un enfado monumental pero no lloró como cuando se le habían caído los macarrones. Decidió enmendar el Stabat Mater híbrido y eliminó las partes compuestas por Tadolini, recuperó la partitura componiendo las partes pendientes y retocando la totalidad de la obra que fue estrenada, por fin, en París en 1842.

La obra de Rossini es más terrenal que celestial, más humana que divina y contiene más luces indulgentes que oscuridades teológicas, de todo esto se encargan la lumbalgia y el llanto por los macarrones perdidos.