“Que no”, dice. Que tiene que ser como un “sí” chiquitito, sin mucha pretensión de negación. Que no hay que darle mucha importancia, que eso me lo ha enseñado la vida. Desde los ocho que nos conocimos, tirándonos piedras en la calle y persiguiéndonos con las bicis, que he ido descifrando los mensajes detrás de sus palabras.
Que digo yo, que si quisiera decir “no” lo diría más convencida. Que no hay nada de malo en venirse a comer a casa de mi madre un domingo, siempre lo hemos hecho. El caso es que veo cómo se le van hundiendo los ojos un poquito más. Ya no brillan, antes brillaban. Y brillaban todo el rato, por cualquier cosa, hasta cuando el viento levantaba alguna hoja caída que seguía con la mirada, porque ha sido siempre una mujer muy sensible a lo bello. Que igual también es sensible a lo feo, a la opresión y a la costumbre, pero eso yo no lo sé. Porque con esas cosas no brilla nada, o brilla, pero padezco alguna especie rara de daltonismo que no reconoce cierto tipo de miserias.
El caso es que le toco la cabeza y ya se me hace extraño. Como si estuviera usurpándole algo. Qué rara mi mano en su pelo, que tampoco brilla ya, porque ya no brilla nada en ella. Ni siquiera su corazón, creo. Tampoco puedo asegurar que eso que desprendía antes fuera brillo. El caso es que la miro y veo que tiene los ojos hundidos. Supongo que será el polvo del camino. La madurez, porque tampoco ríe a golpes inesperados como hacía antes, que qué sustos y qué manera de asustarnos todos, menos ella. Parecía que se iba a ahogar de tanta risa, creo, recuerdo, pero tampoco puedo asegurar ahora nada, sospecho que me falla la memoria o que igual mi daltonismo afecta a más cosas que la visión y he perdido la perspectiva real de los acontecimientos vitales que me rodean y solo soy capaz de diferenciar lo que yo necesito y no, no va a ser eso, seguro, yo no soy ese tipo de persona.
A mí siempre me han molestado mucho las lagunas mentales. Son un fallo del sistema inadmisible y cruel. Lo que me cuesta reconocer que me he equivocado, pero tampoco soy un monstruo cabezón y obcecado, que a veces también claudico. Como cuando dejé que se fuera sin nosotros, sola, y pareció no notar la diferencia, como si nuestra compañía fuera comparable al vacío. Yo esperaba recuperarla llena de energía, negra del sol y más sabia, pero no. De hecho creo que solo volvió la mitad de ella, y justo esa mitad emponzoñada (que palabra más fea), esa mitad fangosa y llena de estrías, esa mitad que, no es que huela mal, es que no huele a nada.
Pero de eso hace mucho, años, y sigue sin recuperarse y yo quiero que lo haga porque, no sé de qué, me siento culpable al verla así. Arrastra los pies por la mañana y ni siquiera sube el tono cuando los niños la vuelven loca con sus travesuras y su ropa tirada por el suelo y sus medias verdades y sus insultos. Ya no oye nada, no responde y baja las escaleras despacito, sin silbar, sin dar saltos, con las gafas de sol y las manos muertas rozando sus muslos.
Insisto, eso no debe ser un “no” de verdad. Un “no” lo dice una con más convicción, como cuando me negaba el sexo. Debemos estar mejor, hace ya tiempo que no me lo niega y dice que vendrá a comer con mi madre y eso sólo puede significar que todo está bien.