“Murió el poeta del pueblo”, dicen los titulares. Yo qué sé. No era mi intención. Ya me sabía viejo y que esto tarde o temprano llegaría, pero tanta cursilería, tanto adjetivo rodeando mi nombre… yo qué sé. Tengo la sensación de que utilizan toda esta floritura gramatical porque en el fondo nadie tiene nada que decir sobre mí. Qué vacío más extraño puede generar el exceso.
La verdad, y ahora puedo ser completamente sincero sin miedo a las consecuencias, es que yo no quería ser poeta. Todo esto vino sin querer, de un extraño equívoco, una de esas casualidades que no se pueden dar si vas a buscarla.
Como decía, yo confieso, libre de todo mal y de toda réplica. Confieso que mi única intención era beneficiarme a la negra Lola. Una nativa prieta y sinvergüenza. Una de esas mujeres de caderas antigravitacionales que se embuten en vestidos que son su piel misma. Una mujer de ojos enormes y pechos desproporcionados que nunca estaría a mi alcance. Miradme, mejor no, que ahora, muerto, he perdido mucho lustre y parezco incluso más pequeño; mejor recordadme de las fotos de las revistas. Recordadme como era en vida, un ser enjuto y de pelo lacio, sin gracia. Imposible de contener dentro de unos pantalones normales, con una pequeña chepa producida por la insistencia que puso el médico en que naciera. Ya ves, ¿para qué tanta prisa? Quizás si me hubiera dejado un par de horas más dentro de mi mamá ahora no estaría muerto, ahora podría haber llegado a la cita; hoy tenía una cita.
El caso es que la naturaleza nunca me ha amado, por lo menos la parte que debía proporcionarme grandeza y empaque. Supongo que, en compensación, me dotó del arte de la palabra. Que vamos, no es que sea un genio, y menos ahora que ya no tengo que demostraros nada, pero sí me dio la oportunidad de refugiarme entre libros y más libros y no tener que enfrentarme a nada.
Y eso hice, me escondí durante años hasta que descubrí el truco. Lo mamé casi sin darme cuenta, fui acumulando sus palabras y sus juegos, sus mentiras. Los libros siempre, siempre mienten. Entendí que nadie era lo que decía, entendí el truco, la trampa, las escaramuzas por los montes de la usurpación. ¡Malditos cabrones! No sois nadie. Todas esas patrañas, esas aventuras… ¿quién se va a creer que tú, rata de lentes gruesas como culos de vaso, has surcado el mar del norte? Por favor, si no te da ni para un charco. Y claro, uno tras otros fui destapándolos. Y, ay amigo, ay, cuando llegué a la poesía, cuando llegué a ella ya no podían conmigo. Esos vagos de cuadernos milimetrados habían encontrado su camino a base de engaños. Y yo no iba a ser menos. Cenas con champán, mujeres listas y bellas, paseos de la fama a los bajos fondos intelectuales, columnas donde vomitar su vacío y sus miserias, enemigos a la altura de su pobreza mental… Yo también quería.
Y entonces apareció la negra Lola. Aparecer es la mejor manera de describir nuestro encuentro. Cayó como del cielo; en realidad bajó en ascensor, pero ya sabéis cómo somos los poetas. Se abrió la puerta y me ignoró como sólo lo pueden hacer las madres del mundo, las paridoras de la nueva especie. ¡Qué superioridad! ¡Qué saberse La Mujer como concepto! ¡Qué andares, qué manera de no ver a nadie, qué lejana, qué mía tenía que ser!
Vi que pasaba a mi lado casi pisándome, casi dejando mi cuerpo aplastado contra el suelo, casi esperando que ella me matara, casi ansiando la contundencia de su desprecio. Pasó en todas sus dimensiones, por debajo, por encima… ojalá la física hubiese dejado que me atravesase. Pasó sin verme y yo sólo necesitaba que supiera que existía. Como un pescadito al que fugazmente miras a los ojos antes de arrancarle la cabeza y crees adivinar que hubo algo vivo ahí dentro. “¡Arráncame la cabeza, por favor!”
Y eso fue todo. Una palabra tras otra, un poema tras otro, una mentira tras otra. Confesiones falsas que siempre funcionaban, déjame mentirte Lola: “siempre supe que serías mía, que sería tuyo”; déjame hacerte reír: “siempre dije que si tuviera una hija la llamaría Lola. Al final llamé Lola a una planta exótica que paría una bella flor por sombrero”; déjame hacerte el amor: “siempre me negué a amar, ni eso me has dejado elegir”; déjame arrastrarme a tus pies: “siempre dije que no podría decir nada ante ti”.
Una cosa tras otra, imposible parar la necesidad de tenerla. Si hay que publicar se publica, si hay que musicalizar se musicaliza, si hay que tirarse a las jovencitas pues uno va y se las tira. Si hay que ir a la cárcel, arremeter contra el estado, sucumbir a los vicios nocturnos… a todo sí, todo para andar a su lado, todo para seguirle el ritmo, todo para tenerla eternamente.
“Muere el poeta del pueblo” dicen. Ya ves la que has liado negra Lola, tú solita.