Los libros que Jorge Baron Biza escribió y vio publicados en vida fueron dos: El desierto y su semilla (novela, 1998) y Los cordobeses en el fin del milenio (1999, una recopilación de sus textos periodísticos de los 90, en colaboración con Rosita Halac). A primeros de septiembre de 2001, aparecieron sus dos últimos artículos en prensa: «La cárcel del lenguaje» y «El canto de la lejana libertad», crónicas donde interpretaba los grafitis carcelarios como «literatura del límite». En esas fechas telefoneó a Rosita Halac para comunicarle su intención de cambiar de residencia, pues no soportaba el ruido y la luz de su apartamento actual. Barón Biza estaba habituado al silencio y la soledad, los subterráneos y las habitaciones interiores pintadas de negro, el alcohol y la medicación antidepresiva. Pero no llegó a mudarse. La madrugada del 9 de septiembre se tiró al vacío desde el balcón de su vivienda de Obispo Trejo, en la Córdoba argentina: doce pisos que recorrió en pocos segundos, chocando con un balcón de la segunda planta, sin acabar de estrellarse contra el suelo.
El desierto y su semilla fue editado en España por 451 Editores, en 2007. «451 Editores» es el nombre de la editorial de Madrid que lanzó la novela, y no la cifra de editores interesados en publicarla. De hecho, Baron Biza tuvo que pagar de su bolsillo la edición del libro en Argentina, tras vanos intentos de que alguna editorial se comprometiera a publicarlo. Y eso que Baron Biza llevaba treinta años trabajando como redactor y corrector de prensa, autor de crónicas y críticas de arte en revistas de Buenos Aires, gacetillero, traductor de Proust e incluso profesor de Estética en la Universidad Nacional de Córdoba y en la Universidad Nacional de Catamarca, aunque sin título. La novela El desierto y su semilla se presentó también al Premio Planeta de 1997 y ni siquiera fue preseleccionada por quienes se encargaron de esas cosas.
Al principio, la obra pasó desapercibida. Posteriormente obtuvo cierto reconocimiento y la crítica de su país acabó por auparla como una de las mejores novelas argentinas de la década. Recientemente, en esas listas que críticos y libreros de habla hispana confeccionan con las mejores novelas de los últimos veinticinco años, El desierto y su semilla ocupa un dignísimo número 13 en una lista de 100 títulos, tras algunas novelas de Bolaño, Vargas Llosa, Juan Marsé, Javier Marías, Javier Cercas, etcétera. Al respecto, Mercedes Cebrián escribió: «En El desierto y su semilla, Baron Biza ha logrado extraer belleza de algo ante lo que cualquier otro solo podría sentir espanto: la reconstrucción del rostro de la madre del narrador, desfigurado por un chorro de ácido lanzado por su marido. Se instala entonces una nueva lógica y hay que aprender su idioma: este es el principal mensaje que se nos transmite en la novela, con un tono desprovisto de sentimentalismo y a la vez dotado de una sensibilidad extrema».
Quizá convenga explicar aquí que la historia narrada en El desierto y su semilla es veraz: el padre de Baron Biza, el también escritor Raul Baron Biza —millonario, izquierdista y pornógrafo—, destruyó con ácido la cara de su mujer, de la que se estaba divorciando, tras muchos años de matrimonio tormentoso y mal avenido. Aquella misma noche se suicidó, de un tiro en la sien, y fue Jorge Baron, de veintidós años, quien se encargó de acompañar a su madre durante el largo proceso de regeneración de aquel rostro desfigurado. La madre de Jorge Baron, una importante pedagoga, historiadora y política argentina, comprometida con la recuperación de la democracia en su país, acabó suicidándose en 1978, lanzándose a la calle desde la ventana de su departamento. Diez años después, Maria Cristina, la hermana menor del escritor, se mató con una sobredosis de barbitúricos. Tres ausencias consecutivas en un desierto de afectos donde se achicharran hasta los alacranes. Quizá huyendo de ese dolor, Jorge Baron Biza se lanzó al vacío el 9 de septiembre de 2001.
La novela de Baron Biza arranca con el instante en que un marido (Arón) lanza ácido sobre la cara de su mujer (Eligia). «En los momentos que siguieron a la agresión —escribe el autor al inicio de la novela—, Eligia estaba todavía rosada y simétrica, pero minuto a minuto se le encresparon las líneas de los músculos de la cara, bastante suaves hasta ese día, a pesar de sus cuarenta y siete años y de una respingada cirugía estética juvenil que le había acortado la nariz». Aunque Jorge Baron Biza defendió que su novela era un mero artificio literario, no hay duda de que la construyó sobre la tragedia familiar.
El tono de El desierto y su semilla está desprovisto de sentimentalismo. El autor aborda la descripción del rostro de Eligia como lo haría un esteta con las capas de pintura de una obra expresionista, o un geólogo con los estratos de un reseco paisaje lunar. Posteriormente, y sin desfallecer, detallará el proceso de renovación facial de Eligia. Madre e hijo pasarán veinte meses en una clínica de Milán, en manos de cirujanos y enfermeras. Y mientras Eligia se somete a operaciones e injertos sin fin, su hijo (Mario) gastará el tiempo entre borracheras, putas y prácticas sexuales enfermizas. Sin sentimentalismos, pero sin obviar ningún detalle sórdido. De vez en cuando, Baron Biza intercala textos de su infancia, fragmentos de artículos de su padre, crónicas de revistas, valoraciones artísticas y homilías religiosas, con la finalidad —según Vila-Matas— de narrar, en estructura paralela, «la regeneración del rostro de la madre y la reconstrucción de desfigurada historia de la Argentina del siglo pasado».
La edición que manejo de El desierto y su semilla se acompaña de un breve apunte sobre el autor, escrito por el propio Baron Biza, y que, conociendo su historia, no puede sino helarnos la sangre:
Una gran corriente de consuelos afluyó hacia mí cuando se produjo el primer suicidio en la familia. Cuando se desencadenó el segundo, la corriente se convirtió en un océano vacilante y sin horizontes. Después del tercero, las personas corren a cerrar la ventana cada vez que entro en una habitación que está a más de tres pisos. En secuencias como esta quedó atrapada mi soledad. Por lo demás, nací en 1942, me formé en colegios, bares, redacciones, manicomios y museos de Buenos Aires, Friburgo del Sarine, Rosario, Villa María, La Falda, Montevideo, Milán y Nueva York. Leí Mann, traduje Proust. Viví treinta años de mi trabajo como corrector, negro, periodista (desde publicaciones de sanatorios psiquiátricos hasta revistas de alta sociedad) y crítico de arte.
En palabras del escritor Daniel Link (Página 12), Baron Biza apuesta en su novela por narrar la verdad de la vida, lo cual no puede sustraerse al escándalo. «¿Pero es que acaso hay otra relación que importe con la literatura? ¿Acaso la necesidad de escribir (la necesidad de la novela) no se mide por esa manía típica de considerar la propia vida, la propia historia, la propia familia como un mero pretexto para la novela?»
Hacia el final de El desierto y su semilla descubriremos al narrador (Mario) poniendo en práctica una atrocidad similar a la cometida por su padre. Una acción tremenda, desatada y espontánea que confirmará, una vez más, que la maldad —esa maldad sustantiva, que no es mera indiferencia ni falta de caridad, esa pulsión que es pieza fundamental de la reflexión filosófica— no solo existe y se prodiga entre nosotros, sino que está presente en nuestra semilla, y su activación es tan imprevisible y ajena a nuestra voluntad como la propia naturaleza del mundo, que hace y deshace a su aire porque no entiende de moral.