Así pintó Buñuel a Simenón Estilita y al diablo en su película de 1965.
Puestos a preponderar socialmente, los obispos cristianos brillaron con fuerza en los primeros siglos de nuestra era, a medida que el Imperio romano se transformaba en Imperio cristiano. El obispo Teófilo de Alejandría o el obispo Ambrosio de Milán —siglo IV— son ejemplos del liderazgo social y religioso que ejercieron frente al Emperador, según cuenta en su libro el especialista Ramón Teja1. No porque los obispos trataran de competir con el poder civil e intentaran eclipsarlo, sino porque, apelando a su condición de intermediarios entre Dios y los hombres, actuaban como árbitros en las pujas civiles y calmaban (o exaltaban) las iras del Emperador, sobre el telón de fondo de una ingente masa de pobres analfabetos.
Junto a los obispos, brillaron también los monjes y anacoretas, que renunciaban a los negocios y placeres de la sociedad, se aislaban del mundo y abrazaban una vida de miseria a cambio de la salvación eterna. En palabras del historiador británico Edward Gibbon2 compitieron con las escuelas de filosofía griega, pues «como los estoicos, los monjes despreciaban la riqueza, el dolor y la muerte; revivían en su disciplina servil el silencio y la sumisión pitagóricos, y despreciaban con tanta firmeza como los propios cínicos todas las formalidades y decencias de la sociedad civil. Su aspiración era imitar un modelo de vida más puro y perfecto. Seguían las huellas de los profetas, que se habían retirado al desierto, y restablecieron la vida devota y contemplativa, que había sido instituida por los esenios en Palestina y Egipto». Monjes y anacoretas fueron un reto para el orden social, como dictaminó el patriarca Orígenes en el siglo III, antes de que floreciera el monaquismo: «hay que prevenirse de ellos; esa independencia los hace gentes de desorden».
El primer ejemplo de vida monástica apareció en Egipto, a comienzos del siglo IV, de la mano de Antonio, un joven iletrado que regaló su patrimonio, abandonó a su familia y se internó en el desierto para vivir aislado haciendo penitencia. El que acabaría siendo san Antonio Abad murió a los ciento cinco años en el monte Colzim, su residencia definitiva, junto al mar Rojo. Su ejemplo fue seguido por centenares de individuos solitarios que se instalaron en las arenas de Libia, en las cuevas rocosas de Tebaida y en las ciudades del Nilo. A la muerte de Antonio, sus imitadores se contaban por miles y sus discípulos plantaron más de cincuenta monasterios en esa zona, siguiendo la iniciativa de Pacomio, que ideó la “comunidad organizada” de solitarios. Pacomio ideó también que la mejor manera de mantener la convivencia entre los miembros de su comunidad era sometiéndolos a un sistema rígido o regla de actuación, que fijaba horarios, comidas, vestimenta, posesiones, devoción y trabajo.
Hubo quien no pudo soportar la regla y salió huyendo de los monasterios para ahondar de forma independiente en su fanatismo y vida miserable. Esos fueron los anacoretas, quizá más espirituales, más devotos, más ambiciosos y, también, más desequilibrados que los monjes. El más famoso de ellos fue, sin duda, Simeón Estilita (nacido en Cilicia hacia el 390 y muerto en Alepo, Siria, en 459) y que destacó por la singularidad de sus iniciativas: inventó el cilicio, el ayuno a plazo y la penitencia aérea.
En una ocasión —según documenta en su libro Teodoreto de Ciro3, que le conoció— Simeón tomó una cuerda tejida con hojas de palmera, enormemente rugosa al tacto, y se la ciñó a la cintura, no por encima de la ropa sino en contacto con la propia piel. Ese fue el origen del cilicio, una forma de tortura auto infligida que, para quien la emplea, supone incrementar su virtud. «Él apretó tanto la cuerda que le produjo una herida en la parte del cuerpo que estaba en contacto con ella. Así pasó diez días hasta que las heridas se agravaron tanto que supuraban gotas de sangre…» En el monasterio nadie logró persuadirle de que se curase las heridas, y, viendo que continuaba excediéndose en sus penitencias, acabaron por expulsarlo. Diez años pasó Simeón agrediendo su cuerpo en el monasterio. Tras la expulsión, se dedicó a agredirlo en soledad.
Pasó tres años en una cueva, empeñado en ayunar durante cuarenta días, como Moisés y Elías. Se hizo cegar con barro la puerta de su agujero y permaneció allí, en silencio, orando y sin comer ni beber, durante cuarenta día y cuarenta noches, lo que le acarreó una debilidad corporal con la que frisó la muerte pero que, una vez superada, multiplicó su fortaleza y popularidad. La fama que adquirió Simeón se extendió por todas partes y tuvo que soportar durante meses la visita y los molestos honores que le prodigaban caravanas de personas que buscaba su consejo, su bendición y milagros, que también los hubo. Asediado por semejante riada de honores y agradecimientos, Simeón pensó en huir elevándose sobre una columna que lo alejara del mundo y le permitiese continuar con sus oraciones.
Primero se subió a una columna de pequeño tamaño (seis codos, unos dos metros y pico de altura), luego a otra de doce, posteriormente a una de veintidós codos y, finalmente, a una de treinta y seis (unos diecisiete metros de altura). En su libro, Teodoreto de Ciro se esfuerza por convencernos de que la decisión de Simeón Estilita —que fue la primera, pero, posteriormente, fue muy imitada— no la motivó un malsano exhibicionismo, como pudiera pensar alguna persona maliciosa, sino el deseo de aislarse y rezar siguiendo una inspiración divina. «El Señor ha sugerido cosas de este tipo para edificación de las personas indolentes, Así, ordenó a Isaías caminar desnudo y descalzo; a Jeremías anunciar sus profecías a incrédulos cubierto con un simple paño en los riñones; a Oseas a tomar como esposa a una prostituta y, de nuevo, amar a una mujer de mala vida y adúltera…». A Simeón le inspiró practicar la penitencia aérea. Lo cierto es que, durante treinta y siete años, Simenón no bajó de su columna, evidenciando así su enorme desprecio por la humanidad y su alocada capacidad para resistir las más duras privaciones físicas y mentales.
Y ahora vamos a la interpretación. Quizá esa falta de respeto hacia el orden social no fuera sino una manifestación de los desórdenes mentales de los anacoretas. Simeón fue capaz de realizar todos esos actos irracionales traspasado por la pasión. Como el amor fou. Como la locura.
Apunta Gibbon en su libro que el desprecio hacia sus semejantes, su predilección por vivir aislados y en silencio, su tendencia al martirio voluntario y el sometimiento del cuerpo y la mente a ordenamientos absurdos, hacen pensar que los anacoretas eran incapaces de sentir afecto por la humanidad. Aun así, las masas que los rodeaban —esas multitudes analfabetas que clamaban por un milagro al pie de la columna de Simeón— veían en ellos la materialización de la santidad: un estadio de perfección que admiraban y les resultaba inalcanzable. Frente al poder civil y al poder eclesiástico, el monje y, en particular, el anacoreta de aquellos primeros siglos, simbolizaba al holy man que el pueblo inculto anhela conocer, a pesar de que no pueda acercarse a él ni obtener nada de él, salvo su bendición y el ramalazo de algún acto milagroso.
Subido en una columna, inmóvil y a la intemperie, coloca Luis Buñuel a su Simón del desierto (1965). En esta película, Silvia Pinal encarna al mismísimo diablo, que se hace presente al pie del pilar para tentar a Simón, disfrazada de niña juguetona, de Jesús con barba —el Buen Pastor— y de una mujer seductora que le enseña sus medias y liguero. Finalmente, el diablo lo arrastra a través del tiempo hasta una cava beatnik de los sesenta, donde le invita a beber, a relacionarse y a escuchar música rock. Frente a dicho ambiente, un personaje tan estricto y devoto como Simón se limita a observar el comportamiento hedonista de los demás. Y aquí se acaba la película, no sabemos si por falta de presupuesto o porque Buñuel y sus guionistas no supieron cómo continuarla. ¿Cuál sería la actitud de un estricto penitente del siglo V a las puertas del infierno burgués y capitalista de hoy? Chi lo sa!
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[1] Ramón Teja: Emperadores, obispos, monjes y mujeres. Protagonistas del cristianismo antiguo. Editorial Trotta, 1999.
[2] Edward Gibbon: Decadencia y caída del Imperio romano. Atalanta, 2012. (Gibbon escribió su monumental obra entre 1776 y 1788).
[3] Teodoreto de Ciro: Historias de los monjes de Siria. Editorial Trotta, 2008.