Era él de natural callado, y tartamudo de larga duración. Desde niño le aquejaba el mismo trastorno: pelearse con cada sílaba inicial de palabra y caer rendido antes de llegar al cierre. Más de un K. O. técnico le volvió asiduo a los soliloquios y al onanismo verbal. Eso sí, no sin antes advertir cómo su interlocutor perdía el bus, llegaba tarde a una cita o, incluso, en horas más intempestivas, bolsa en mano, perdía su turno con el camión de la basura.
La realidad, siempre inmisericorde, hizo que el estilo monacal se fuera apoderando del pobre tartamudo, tan solipsista él, hasta reducirlo a un manso silencio. A punto estuvo de poner a la venta su aparato fonador, de dicción intermitente, pero casi nuevo.
En ese punto de su vida estaba cuando conoció a Obdulia Lucinda, sorda de nacimiento pero con vocación de oyente. Fue un día de San Valentín, tan lluvioso que la gente no paraba de lanzar improperios al santo, que otros medios habría de bendecir con agua celestial a los enamorados. Y quiso ese día el azar, tan alcahuete a veces, que los dos se detuvieran bajo el mismo balcón en busca de refugio. Y también —cosas de la suerte— que la mujer no llevara paraguas, pues siendo así pudo iniciarse una larga conversación entre los dos, que, a día de hoy, aún no ha encontrado su sílaba final.