La vampira —nunca vampiresa, por Lucifer— tiene tres estereotipos a lo largo de la historia: la víctima o hembra sumisa del vampiro patriarcal, como las del casposo Drácula; la mujer fatal devoradora de hombres, como en la pintura decimonónica decadentista; o la vampira lesbiana, como en Carmilla o El Ansia (The Hunger, Tony Scott, 1983). En los años noventa del siglo pasado aparece una criatura vampírica femenina enriquecida por los estudios de género, que estaban rescatando a la mujer. El resultado son obras fascinantes como La adicción (The Addiction, Abel Ferrara, 1995) o Nadja (Michael Almereyda, 1994). Lo más granado de la tendencia a la igualdad entre los sexos dentro del vampirismo es, por el momento, Sólo los amantes sobreviven (Only Lovers Left Alive, 2013), obra exquisita de Jim Jarmusch.
Pero es en la serie Lo que hacemos en las sombras (What We Do in the Shadows, Jemaine Clement y Taika Waititi, 2018-), donde se sitúa la creación de la vampira feminista: la esplendorosa Nadja de Antipaxos, personaje libre, fuerte y hermoso, que no exhibe ni una sola vez el cuerpo desnudo, entra y sale sin dar explicaciones. Voluntariosa y ambiciosa, mantiene con su pareja un amor libre y eterno, y con el líder de la mansión, Nandor el Implacable, una constante competición por el poder.
Nadja es interpretada por la actriz anglochipriota Natasia Demetriou, que al incorporarse al proyecto contaba con una larga trayectoria en el cortometraje y en la televisión. Los responsables de su imagen en la serie han construido el personaje cuidadosamente. Nadja es una mujer griega de origen humilde y sangre gitana. Morena, de unos treinta y cinco años, viste a la manera victoriana. Suele llevar el pelo suelto rizado y despeinado cuando se encuentra en la casona, entregada a tareas como limpiar un cráneo, llevar la contabilidad del Consejo Vampírico o hablar con su muñeca; mientras que, en eventos vampíricos, adornan su cabeza invenciones levemente “infernales”, como graciosos moños en forma de cuernecillos.
Sabemos que es romaní, única superviviente de dieciocho hermanos de una familia tan pobre que, según cuenta, combatían el frío quemando excrementos de burro, y que cuando el burro murió se calentaron con su cuerpo ardiendo. Parte de su larga vida —unos cuatrocientos años— transcurrió en ambientes palaciegos, libertinos y brujeriles. Su marido, Laszlo Cravensworth, vampiro británico, abrió la ventana de su alcoba en un tercer piso y dejó entrar a la que califica de la mujer más bella que había visto en su vida. Cuenta que cuando se hallaba a punto de hacer el amor con su visitante, la hermosa mujer se convirtió en un horrible y nauseabundo animal que le quitó la vida y lo convirtió en vampiro. Era Nadja, que abrió en su alma un tragaluz por el que penetró para siempre la oscuridad. ¡Qué bellas metáforas!
A lo largo de la serie, Nadja tiene recuerdos de su vida anterior, uno de los cuales es su libidinoso y largo romance con el barón Afanas, que la convirtió en vampira, como luego hizo ella con Laszlo. Pero aparte de su marido, que es su amor vampírico definitivo e inmortal, Nadja goza durante varios siglos de amores con un humano llamado Gregor, que muere decapitado una y otra vez, y vuelve a aparecer en otra vida, reencarnado bajo diferentes formas. Es un amante por el que Nadja se siente atraída sexualmente, aunque en ocasiones se trate de un auténtico zopenco.
No se pronuncia en toda la serie la palabra “feminista”, pero de hecho Nadja lo es. Durante una visita de los vampiros de la mansión a sus vecinos humanos, Nadja dice a las esposas: «Perdonad, chicas, pero no me explico cómo unas mujeres guapas, fuertes y con carácter como vosotras podéis vivir con semejantes ceporros». Ellas defienden a sus hombres con poca convicción. También dice Nadja que cuando un humano se empareja, el amado “cambia y crece y envejece”. «Pobres mujeres —añade—, cogen a un buen mozo que encuentran por la calle y de la noche a la mañana se encuentran viviendo con un puto saco de mierda. ¡Qué triste!».
La vampira gitana se aburre a veces con los vampiros de la casa. Se entretiene con el apuesto humano Jeff, la reencarnación de Gregor como un chico tan bueno como soso. Siente atracción y simpatía hacia el barón Afanas, su hacedor, que la inició en los conocimientos eróticos. El barón, al que llaman el Capón, carece de genitales: «Por eso era tan buen amante», comenta traviesa. En realidad, sólo se ama a sí misma bajo la forma de un doble: su muñeca, receptáculo de su propia alma. Nadja da prueba del conocimiento de costumbres sexuales antiguas, de hechicerías y depravaciones olvidadas. Ha sido amiga y cómplice de brujas, hechiceras, prostitutas y cortesanas, que la han hecho partícipe de su sabiduría y la ha utilizado para sobrevivir y salir de la pobreza de su familia. No hay sangre en el personaje de la hermosa Nadja, salvo en una ocasión, cuando muerde por primea vez a la adolescente Jenna, a quien regala junto un placer exquisito: su propia sangre, sabrosa y picante, para convertirla en nueva vampira.
Según avanza la cuarta época, la vampira empoderada, entretenida al comienzo de la serie con sus propios asuntos, va desarrollando una vena tiránica que enturbia su carácter saleroso y ocurrente de gitana metida a dama, lo que le hace olvidar los pequeños placeres y, a nosotros, sus remotos encantos. Pese a ello, no dejamos de aplaudir el nacimiento de la vampira sadiana y libre.
Si queréis saber más, aprovecho para recomendaros vivamente la serie Lo que hacemos en las sombras y, de paso, mi opúsculo Vampiros en las sombras (Hermenaute, 2023).
Imagen: fotograma de Nadja, Michael Almereyda, 1994