Julia Eliade se sentó en la mesita del Café Select, sacó la libreta y el bolígrafo, le dio el primer sorbo al coñac y, de ese modo, sola y brillante, inauguró su nueva etapa como periodista independiente, libre de nóminas, de jefecillos y de horarios siniestros. Se lo pensó mucho antes de escribir las primeras palabras como periodista de verdad, como los de antes. Pensó en Julio Camba y en Chaves Nogales.
Y pensó, pero menos, en su antiguo novio, Borcescu, cuya muerte extraña y tan prematura la empujó a emigrar. Fue Borcescu quien le pronosticó un futuro espléndido en el periodismo auténtico. Quizás solo lo dijo para seducirla, pero aun así le cambió la vida. ¡Ay, Borcescu y tus tristes poemas!, se dijo Julia.
Pocos días atrás había dado con el asunto de su primer artículo: una tarotista del Besòs le juró que podía comunicarse con los muertos, y que la invitaba a una de sus sesiones para demostrárselo. La mujer la esperaba dentro de dos horas en su consulta, un pisito de la calle Cristóbal de Moura. Julia quería llegar allí con algunas páginas escritas, algo como un guion previo. Se había documentado sobre el espiritismo y la mediumnidad, y al tercer trago de coñac dio con el primer párrafo: «Alguien me cuenta que los vivos pueden hablar con los muertos, pero yo me pregunto si los vivos son capaces de hablar con los vivos…».
Cuando levantó la mirada para consultar el reloj antiguo tras la cabezota exangüe del camarero, lívido como un enfermo terminal, se topó con otra mirada: la de un viejecito de nariz rosada y ojos chispeantes que la contemplaba de frente y sin pestañear.
—Señorita —le dijo el hombrecillo—, creo que no había visto a una mujer más bella que usted desde que salí de Bucarest, ciudad en la que todas las mujeres son bellísimas. Y le diré, si me lo permite, que anda usted muy equivocada: yo estoy muerto y estoy hablando con usted, aunque quizás no me recuerda. Soy tu padre, Julia.
Julia dio un brinco y su bolígrafo describió una parábola larguísima. El camarero pálido levantó una ceja y luego la devolvió a su lugar. Era la hora de irse para la cita con la médium.
Le costó trabajo dar con la dirección: la distribución de los pequeños bloques herrumbrosos en Cristóbal de Moura, cuyas paredes parecen tomadas por la lepra, es caprichosa y absurda. Pero al fin se plantó ante la puerta de lo que debía ser un cuchitril, a juzgar por las medidas tan exiguas del edificio.
Subió por las escaleras estrechas sorteando vómitos, jeringuillas y bolsas hediondas hasta llegar al tercero. No tuvo que llamar: la puerta estaba entornada y una voz aflautada la invitó a pasar. En el recibidor ardían unas brasas humeantes. Quizás ya no se sorprendió cuando se encontró andando por un pasillo enorme, abovedado y litúrgico, tan magnífico como la nave central de una basílica gótica. El techo era el paladar de un gato gigantesco, húmedo y cálido.
Julia hizo el ademán de agarrar de nuevo la libreta para tomar nota de esa anomalía en las dimensiones, segura de estar bajo el efecto de alguna droga inhalada en el humo de la entrada. Vaya estratagema tan lastimosa, se dijo.
La mujer estaba sentada al fondo de un salón marmolado, en una butaca principesca de terciopelo rojo y carcoma en sus molduras doradas. Unas manos leñosas acariciaban la bola de cristal, aunque Julia no tardó nada en darse cuenta: no era ninguna bola de cristal. Era la cabeza de su padre convertida en cuarzo, y de su boca salía una lengua ululante que se metió entre sus piernas, buscando su vagina, mientras le gritaba:
—Yo estoy vivo, estúpida. Yo maté al imbécil de tu novio Borcescu. Y luego a ti, pequeña harpía chismosa, chivata. Estás decapitada, Julia, acuérdate, estáis decapitados los dos. Tengo la fuerza de un Hércules dacio, acuérdate.
Y entonces, por fin, Julia Esanu comprendió que todo encaja, que todo es coherente y bueno. Cuando se marchaba del piso de la médium echó su libreta a las brasas y regresó a la calle Stefan cel Mare, de donde no había salido nunca. Eso la tranquilizó y así anduvo por la Bucarest nocturna, en paz para siempre.