La marca

Rincones oxidados


El cuello de ese hombre transpira deseo. Teresa rastrea el halo que deja el apetito desde la clavícula al lóbulo; desde la barbilla a la cerviz. Lo resigue con la punta de la nariz, y olfatea; con la punta de la lengua, lo degusta. Con el lápiz de su conciencia, esquilmado de tanto sacarle punta, Teresa anota “esta vez tengo permiso” y, así, se justifica y se permite el pequeño mordisco en la nuca, sabe que le arrancará un temblor a la barbilla, que la nuez se detendrá brevemente antes de tragar saliva, que la garganta va a rendir un improvisado gemido. Sabe que ahora va a empezar todo, y que esto va a acabar mal.

Lo sabe. Muy mal. Esta vez, sin embargo, no le importa.

Teresa no ha tenido marido, novio o amante que no muriera más pronto que tarde. Siempre fueron muertes naturales o accidentes inesperados. Enfermedades fulminantes o sucesos que terminaban de forma trágica, que solo se podían atribuir a la peor de las suertes. Nadie tenía la culpa, pero sucedía. Algunos fueron amores que se marchitaron al poco de empezar, otros incluso antes. Un par fueron realmente importantes, solo uno fue el amor de su vida, pero, absolutamente de todos, se sintió responsable. Consciente de esta circunstancia, huye de los hombres. Se aleja de los que realmente le gustan. Impide el trato íntimo, esquiva cualquier relación que traspase la fina línea de la amistad.

Evitar la desgracia no es tarea fácil. De un lado, Teresa sabe que es un veneno para los hombres, del otro, es dramáticamente consciente de la atracción que ejerce sobre ellos. No puede entrar en un bar sin que todas las miradas se posen en ella, y lo detecta. Registra hasta el más suave y tímido de los parpadeos a sus espaldas, al pasar, al pisar, al mover el aire. No sabe qué es: si la cadencia de sus caderas, el hálito que desprende, la fragancia, la temperatura, las vibraciones, o las moléculas malditas con las que, tal vez, se impregne su camino, y cuyas consecuencias la obligan a andarlo sola.

Ahora, deja que ese hombre que la abraza escurra, uno a uno, los botones por los ojales de su blusa, y se le desabrochan algunos recuerdos dolorosos porque esta no es la primera vez que Teresa se hace una concesión.

En otros tiempos, y muy de tarde en tarde, se concedió algún que otro escarceo. Era más joven, vital, y la tentación tiene sus propias pulsaciones, el deseo es libre, libre como el miedo, como el derecho a especular teorías que le permitieron darse un respiro, el gusto, algún placer. También se creía con derecho a unas franjas de felicidad porque: ¿no es verdad que si ellos la buscan tal vez ella sea su sino? Y se ponía como ejemplo al fumador: él sabe que arriesga la vida con su hábito, sin embargo, corre hasta el estanco y evita que bajen la persiana, si llega a la hora del cierre, o la aporrea, si llega demasiado tarde, y, en cuanto consigue su objetivo, enciende el pitillo, aspira el humo del tabaco en una honda calada que le calienta y consume, que lo mata al tiempo que lo apacigua y le da placer. Y qué decir de quien conduce alocadamente por la carretera. Este sabe que puede estrellarse y segar la vida de otros, sin embargo, pisa el acelerador como si fuera inmortal. Es cierto que quien se acerca a Teresa no es consciente del peligro que corre, pero lo hace con tanto deseo, con tanta insistencia que, a veces, Teresa, en aquellos años, se preguntaba quién era ella para alejar a las personas de su destino. ¿Y si estuviera marcado? ¿Y si el destino de ellos fuera morirse de todos modos y encontrarse con ella poco tiempo antes? Pero el avión ignora que va a estrellarse, el tren no sabe que chocará, ni la bomba conoce la lista con los nombres y apellidos de los que va a hacer añicos. Sin embargo, Teresa sí sabe que, si no huye de Alfonso, Luís o Pedro, ellos van a sufrir una enfermedad espantosa, o tal vez van a subir a un avión, van a viajar en tren o se acerquen a comprar en un hipermercado por última vez. Y el miedo también es libre y mata el deseo, como Teresa mata a los hombres. Así pues, Teresa decidió, al fin, concederse esa especie de felicidad que conlleva vivir en paz. El precio siempre fue alejarse. Con la edad le pareció un precio asumible.

Ahora, sin embargo, está en la cama con este hombre y va a dejarse llevar. Su cuerpo se corva como si el uno fuera la cimbra del otro y se necesitaran para edificar el desastre. Cuando se fijó en el tipo, no era, en absoluto, la primera vez que lo veía, pero inusitadamente aquel día, algo de él llamó poderosamente su atención. Alto, grande, bien parecido; la camisa abierta, las mangas arremangadas, brazos recios; el pantalón ajustado, nalgas prietas, muslos anchos; andar decidido, paso fuerte, movimientos rápidos y precisos. Y, sobre todo, esa marca. Una marca que nunca había visto antes, pero que entendió de forma diáfana. Como una epifanía. Esa marca, ese algo que lo subrayaba, que le seguía, que se sentaba a su lado, que se fundía con su sombra, que lo coronaba, esa marca tan poco tangible para el resto del mundo y tan clara a los ojos de Teresa, le daba permiso para meterlo en su cama. Ese hombre estaba allí por algún motivo y, esta vez, Teresa estaba segura: ni el deseo, ni la pasión la iban a llevar al desasosiego que tanto habían condicionado su vida.

Él entrecruza sus dedos con los de Teresa y le coloca las manos sobre su cabeza, manteniéndola sujeta bajo su cuerpo, y la mira a los ojos mientras se abre camino.

—He venido a matarte —le dice, y de nuevo Teresa le huele el rastro a deseo mezclado con el inconfundible matiz seco y añejo propio de la venganza y el aterciopelado hedor del encargo bien pagado. Y por fin se deja llevar tranquila, disfruta el momento sin pensar en las temidas consecuencias, y lo posee con hambre, liberada al fin.

Hoy no le importa lo más mínimo que ese hombre, inevitablemente, vaya a morir, como ella, más pronto que tarde.


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