Dedicado a mis amigos mexicanos
Cuando María Posa, llamada Mariposa de las Tumbas por sus amigos y allegados, acabó la carrera de Bellas Artes, solicitó a la Conselleria de Cultura de la Generalitat una beca doctoral para Londres, que le fue concedida por su buen expediente tras un largo y complicado proceso burocrático y no sin alguna zancadilla de otros aspirantes, detectada a tiempo por el sindicato.
María aún no era amante de lo especialmente lúgubre, si bien apuntaba maneras, como su gusto por la escultura romántica de cementerio, de la que había recopilado un buen álbum. Este provocaba hilaridad, no exenta de envidia, entre sus compañeros, pues contenía ejemplares de raro primor, sobre todo marmóreos ángeles melancólicos, meditabundos, desesperados o exultantes, castos o eróticos, jóvenes hermafroditas y niños, en tumbas de familias de posibles con panteón propio y coche con chófer. Este abundante material fotográfico, que había recopilado como una hormiga en algunas excursiones y viajes mientras sus amigos se entregaban a distracciones menos lúgubres, le había servido como base para el trabajo de licenciatura, en el que obtuvo la máxima calificación.
Pero al poco tiempo aborreció la lúbrica castidad de aquellos ángeles, mensajeros de la alta burguesía católica, y enloqueció por los pintores prerrafaelitas. Otros qué tal. Quería hacer la tesis doctoral nada menos que sobre las pinturas de mujeres de Dante Gabriel Rossetti, cosa vivamente desaconsejada por su tutora. Esta se inclinaba, antes bien, a seguir con lo de los ángeles, siempre más fáciles de catalogar. Podía añadir una redada fotográfica por camposantos significativos que se echaban en falta en la tesina, por ejemplo, el de Staglieno en Génova. Ya solo él merecería una tesis.
Pero, en fin, las niñas veinteañeras feministas, cuando tienen una obsesión, no paran, ya no distinguen entre lo personal y lo profesional. A la Mariposa le ocurrió eso al engancharse con las madwomen de Rossetti, antes de volverse loca ella misma por la Llorona mexicana, que vino después, tanto que, al no tener novio ni perro o gato al que cuidar, ya no distinguía entre sus ensueños y sus investigaciones. En aquel entonces no conocía aún a Eva Potente, la Ingeniera, su benéfica contrafigura, que a su vez estaba haciendo un máster sobre resistencia y ductilidad de metales en la Universidad Politécnica.
En Londres, María Posa alquiló una habitación en un piso compartido con dos pakistaníes y una italiana que no paraba de hablar por teléfono. Visitó todos los museos que podían interesarle, frecuentando como es natural la Tate Gallery y la Leighton House, y realizó algunos viajes a la Manchester Art Gallery y a Birmingham para visitar su Museo. Como no le gustaba el pescado frito con patatas ni la anguila gelatinosa ni las hamburguesas, se alimentó todo el tiempo de pizza margherita, la más barata, o de spaghetti, en alguna trattoria cercana a su alojamiento, ya fuera en Londres o en alguna de las ciudades cuyos museos visitaba, donde siempre encontraba una pizzería genuina.
Ante algunas obras maestras que conocía por fotos cayó en un leve éxtasis propio del síndrome de Stendhal, que suele atacar a los temperamentos sensibles ante lo extremadamente bello. No solo disfrutó con las pinturas cristalinas y radiantes de sus admirados prerrafaelitas, sino también con curiosidades de diversas épocas, sobre todo en el British Museum, ante cuya vitrina dedicada al matemático y místico asesor de la reina Isabel I de Inglaterra, sir John Dee, permanecía largos ratos inmóvil como una estatua de sal.
Contemplaba sus sellos esotéricos de cera, su bola de cristal y sobre todo su espejo mexicano de obsidiana negra pulida, exhibido fuera de su estuche. Yo también he gozado del privilegio de ver esta caja. Es de madera y cuero repujado y tiene pegada una etiqueta manuscrita del escritor Horace Walpole, que los ojos del visitante no alcanzan a descifrar. La moderna museografía ha conseguido colocar el espejo de obsidiana de modo que el visitante avisado puede verse reflejado en él. John Dee no utilizaba esta maravilla mística, cuya procedencia se ignora, para arreglarse la barba, sino para evocar espíritus y comunicarse con los ángeles. Mariposa lo sabía, pero de momento no se atrevía a dejarse reflejar en aquellas aguas de un negro tan intenso que hasta el ónice o el azabache parecían grises o marrones a su lado. «Negrura de otro mundo, se decía, negrura de Tenochtitlan».
Un día, se miró. Lo hizo siguiendo las recomendaciones de un libro sobre sir John y sus andanzas esotéricas en compañía de su colaborador Edward Kelly, el dudoso médium y alquimista de Rodolfo II. La Mariposa lo había encontrado casualmente, mientras revoloteaba por Camden Town, en una librería llamada Mystic Topaz regentada por una vieja bruja wiccana que entraba y salía de las sombras de su húmeda guarida ordenando los volúmenes y polvorientos cartapacios que abarrotaban sus estanterías, combadas por el peso y la vejez. Se parecía a Geraldine Chaplin, con sus puntitos de maquillaje debajo del párpado inferior, y una estrella de plata, junto a un rugoso meteorito moldavo de color verde reptil en el pecho, sobre el negro terciopelo silencioso de su vestido, al que el paso del tiempo había dado un tono de ala de mosca. Todo parecía haber cambiado de color en aquel sitio. A María Posa le gustó aquel look fascinante mucho más que el elevado precio del tratado anónimo llamado Arcana Arcanissima Johanes D., pero lo aceptó sin regatear. Aquel dispendio desequilibró su economía mensual.
En él estudió casi todo lo relacionado con el espejo de obsidiana, al que se dedicaba un capítulo, y aprendió el protocolo de la llamada al arcángel cabalístico Uriel. Agradeció las matemáticas que habían constituido su tormento en la carrera, porque sin ellas y sin los dos cursos de dibujo geométrico, que también había odiado, no habría podido avanzar en aquel fárrago de fórmulas, estrellas de cinco puntas con el vértice hacia arriba y hacia abajo, y diagramas jeroglíficos. Aun así, no todo era accesible a una joven recién licenciada, que no sabía ni jota de esoterismo renacentista.
Lo que estaba claro era que había que acercarse al espejo sin apuntes ni escritos: todo debía estar en la cabeza del principiante y las fórmulas debían actuarse o desplegarse de memoria. Entonces la superficie de la obsidiana pulimentada iría adquiriendo el aspecto de un cristal lleno de humo cada vez más espeso, que luego se disolvería en una especie de agua pesada o mercurio. Yo misma nunca lo conseguí, aunque puse voluntad en ello un par de veces, naturalmente, sin fórmulas y usando el método repetido en todos los manuales de magia para ver el interior de una bola mágica y sus avisos para el futuro.
A partir de entonces, según decía el libro adquirido por Mariposa casi en estado de trance, el espejo estaría en condiciones de interactuar con el consultante, bien haciendo aparecer visiones en su interior o haciendo oír silentes voces en el cerebro del consultante. María estaba muy nerviosa. Unas gotitas de sudor perlaban sus sienes. Se situó frente a la vitrina, en el ángulo en que podía reflejarse en el disco negro, y se concentró como decía el libro, murmurando una oración a Metatrón, jefe de los Arcángeles y segundo de Dios a mano derecha. A la izquierda estaba Lucifer, regente de las Inteligencias Superiores, para quien tuvo unas palabras de suave cortesía mística que había aprendido de memoria y cuyo significado ignoraba.
Cuando hubo acabado las salutaciones, comenzó los cálculos y el diseño de las estrellas en su mente con los ojos cerrados. Al abrirlos en el tiempo estipulado por el rito, se vio dentro del disco nuboso en presencia de un ente de luz dorada que le preguntó mentalmente qué deseaba y le hizo ver una rápida sucesión de cuadros de Rosetti, terminando por la Pandora vestida de rojo entreabriendo la caja de oro de las desdichas. Ahí comenzó la batalla. La piedra negra de obsidiana, posesión del dios mexica Tezcatlipoca (espejo humeante), se rebeló ante la invasión extranjera y comenzó a chisporrotear, mientras se oía, esta vez real y físicamente, un llanto de mujer que fue creciendo hasta el punto de que el guardián de la sala acudió corriendo ante la vitrina temiendo que la chica con pinta de loca que frecuentaba aquel sitio y ya le había llamado la atención, estuviera haciendo de las suyas.
Esta fue la primera vez que María Posa, la Mariposa de las Tumbas, entró en contacto con la Llorona de Tehuantepec, pero no se enteró de ello porque, al ver su fantasma aciago reflejado en la negra obsidiana, sufrió un desvanecimiento y tuvo que ser atendida en la enfermería del museo. Cuando recobró el conocimiento no se acordaba de nada.
Tendrían que pasar muchos años y muchos aprendizajes antes de que un día, escuchando la voz rota de Chavela Vargas cantar las coplas de la Llorona
«…No sé qué tienen las flores, Llorona / las flores del camposanto / que cuando las mueve el viento, Llorona / parece que están llorando…»
se le erizara el cabello ante la presencia de algo numinoso por lo que iba a dejar todo lo que tenía entre manos para dedicarse a investigar al espectro de larga cabellera y garras en las manos y los pies que lloraba a sus hijos muertos. Eva Potente, la Ingeniera, su compañera y novia, se hallaba ya con ella vigilando que no se despeñara por los precipicios del misterio.