La escuela de la señorita Margot

Extravagancias

En San Luis de las Salinas nos gusta decir que en nuestro cielo luce un sol espléndido la mitad de los días del año. Si dijéramos justo lo contrario, es decir: que la mitad de los días llueve, truena, graniza o simplemente hace nublado, también sería cierto. Sin embargo, el efecto en nuestro ánimo sería completamente distinto.

Sucede algo parecido con nuestra visión de la violencia. Como en tantos otros pueblos del litoral mediterráneo, aquí también tenemos una larga tradición de crimen organizado, y tantos muertos enterrados en cal viva que, si quisiéramos, casi todos los días podríamos celebrar la efeméride de algún asesinato. Pero, francamente, sería macabro. En lugar de eso, preferimos celebrar que llevamos siete años viviendo en paz. Aunque, de nuevo, la frase tiene trampa. Hace siete años hubo la madre de todas las matanzas. De la noche a la mañana los sicarios de la familia Peralta nos cargamos a todos los clanes de la competencia. Así que se trata de una paz impuesta (y mantenida) por las bravas.

Son esas cosillas que tiene el lenguaje. Parecería que su función es reflejar la realidad tal y como es, pero a menudo se invierte el orden de los factores, de modo que es la realidad la que, a base de retorcerla, acaba amoldándose a las palabras que escogemos, pues estas tienen el extraño don de embellecerla, incluso cuando van en contra de los hechos.

Fijémonos, por ejemplo, en el mismísimo don Eduardo Peralta. ¿Extorsiona como un mafioso? Sí. ¿Corrompe como un mafioso? Sí. ¿Se considera él mismo un mafioso? ¡Pues claro que no! Evidentemente es un proceso gradual. No te acuestas sabiéndote malo como un demonio y te levantas mariposeando como un querubín. Pero a medida que se sucedían los años de paz y prosperidad, la concepción que tenía de sí mismo fue suavizándose hasta llegar al punto de considerarse algo así como el protector de San Luis de las Salinas. Y prueba de ello es que parte de lo que mangonea lo devuelve a la comunidad patrocinando a nuestro equipo de futbol, los Atunes de San Luis.

Don Eduardo no es un caso aislado. Yo mismo sufro un delirio parecido, aunque a menor escala, en consonancia con mi posición social. Mi trabajo consiste en cobrar el impuesto de la familia Peralta. Sé que algunos desalmados todavía me llaman matón a mis espaldas, pero yo no comparto esta opinión tan peyorativa. Prefiero considerarme uno de los chicos de don Eduardo, que suena más dulce, como a grupo cantor. Y cuando voy a cobrar el impuesto ya no amenazo a nadie con meterle un serrucho por el culo. A lo máximo que llego es a decirle que podría sufrir un lamentable accidente, y tratándole siempre de usted, pues el chantaje no está reñido con la cordialidad y los buenos modales.

Ya sé lo que estáis pensando: “la mona, aunque se vista de seda, sigue siendo una mona”, ¿verdad? ¿Pues sabéis qué os digo yo a eso? Que me parece de una falta de sensibilidad absoluta. ¿Os habéis detenido a preguntaros por qué carajo la mona se ha vestido de seda? ¡Porque en el fondo se siente una princesa! Así que, por favor, tened el detalle de tratarla como tal.

El gran problema de confundir sistemáticamente los deseos con la realidad es que requiere la complicidad de todos los miembros de la comunidad. Basta con una mosca cojonera, empeñada en llamar las cosas por su nombre, para que el juego de apariencias se derrumbe como un castillo de naipes. Y justamente esto fue lo que nos pasó en San Luis de las Salinas con la llegada de la señorita Margot. Había llegado nuestra mosca cojonera.

***

La primera vez que oí hablar de ella fue en el viejo caserón de los Peralta. Doña Emilia, la madre octogenaria de don Eduardo, nos había deleitado con unas berenjenas rellenas. Henchidos de carne picada y bechamel, don Eduardo y sus tres esbirros favoritos: Tato, Tito y Toto (los mafiosos no nos rompemos la cabeza a la hora de ponernos motes), nos retiramos a la salita para jugar al dominó. Yo soy Toto, pero no hace falta que lo recordéis. Todos los esbirros nos parecemos como si fuéramos primos hermanos. El caso es que Tito mencionó que una extranjera se había instalado en el pueblo. Se llamaba Margot y, por lo visto, era más o menos de nuestra quinta. O sea, que ya rondaba los sesenta.

A la hora de hablar de mujeres con los amigos no importa la edad que tengas. De forma inevitable sale a flote el adolescente salido que todos llevamos dentro. Además, aquella historia tenía un par de alicientes que hacían de ella un buen tema de conversación para una tarde de domingo. Por un lado, debido al halo de misterio que siempre rodea a los recién llegados. ¿Por qué había venido? ¿Huía de algo o venía en busca de una última aventura que calentara el otoño de su vida? Por el otro, debido a su procedencia. 

Criados bajo el yugo de un catolicismo castrador, los cuatro nos habíamos roto la muñeca soñando con mujeres de piel lechosa y costumbres liberadas procedentes del norte de Europa. Así que, a falta de conocerla en persona, nuestra predisposición hacia ella era inmejorable. Inocentes… No sabíamos la que nos había caído encima. Aunque debo decir a su favor que no tardó en hacérnoslo saber.

Al cabo de unos días la señorita Margot pidió la licencia municipal para abrir una escuela de idiomas sin haberlo consultado previamente con don Eduardo. Parecerá una chorrada, pero en San Luis de las Salinas no se cambia una bombilla sin su permiso y la mordida correspondiente. Imaginaos nuestra sorpresa cuando Tito regresó de informarla acerca de la cuantía y la periodicidad de los pagos con la marca de un bofetón calentándole una mejilla. Don Eduardo lo interrogó con mucho tacto, pues Tito tolera muy mal el fracaso. Con tacto o sin él, acabó estallando como una bomba:

—¡¿Cómo que no quiere pagar?! ¡¿Y tú no has hecho nada para convencerla, merluzo?!

Don Eduardo se arrepintió inmediatamente de su arrebato de furia. Tito tolera fatal las críticas, incluso peor que los fracasos. No tuvimos más remedio que llevárnoslo al bar del pueblo, donde como suele pasar cuando tratas de consolar a un amigo: ahora invito yo, ahora invitas tú, acabamos los cuatro borrachos como cubas, cantando serenatas a la luna y golpeándonos el pecho como una pandilla de orangutanes.

De todos los órganos del cuerpo humano, el hígado es el que envejece peor con diferencia. A la mañana siguiente estábamos de vuelta al bar (nada de alcohol; tan solo café con leche y aspirinas). La señorita Margot parecía un recuerdo lejano y borroso, pero en la barra del bar había unos folletos recién salidos de la imprenta a modo de recordatorio: “Escuela de idiomas. Próxima apertura. Negocio limpio”. Don Eduardo escupió su café con leche para no atragantarse. ¡¿Qué coño significaba eso de negocio limpio?! ¡¿Estaba llamándole sucio a la vista de todo el pueblo?! Hizo una bola con los folletos y ordenó a Tito que fuera a buscar inmediatamente a la señorita Margot para mantener una reunión urgente en su despacho.

—¿Tengo que ir yo? —preguntó Tito, apesadumbrado.

—¿Quieres que Tato y Toto te acompañen?

Tito asintió. Don Eduardo pidió churros. El azúcar infunde valor.

***

La señorita Margot tiene un físico impresionante, en el sentido de que impresiona, no necesariamente para bien. Alta, tiesa y, más que delgada, enjuta, es la antítesis de don Eduardo, que es bajito, grueso y redondeado como una albóndiga. Sus caracteres también son diametralmente opuestos. Mientras don Eduardo rebosa calidez, la señorita Margot enfría el ambiente como un aparato de aire acondicionado. El contraste es tan acusado que podrían haber formado un dúo cómico al estilo del Gordo y el Flaco o el payaso bobo y el payaso triste. Pero como saben todos los humoristas, dos no se ríen si uno no quiere. Y la señorita Margot no entró en el despacho de don Eduardo con ganas de reírse.

—¿Qué quiere, señor Peralta? —ladró con la dicción dura propia de la gente de su país.

Don Eduardo sonrió beatíficamente desde el otro lado de la mesa.

—No me llame señor Peralta. Suena muy formal y aquí todos somos amigos. Llámeme don Eduardo.

—¿Es un nombre compuesto?

—¡Oh, no, por favor! —dijo don Eduardo riéndose—. Es una muestra de respeto.

—El respeto tiene que ganarse, señor Peralta —le cortó en seco la señorita Margot.

—Si lo prefiere, puede llamarme tío Eduardo…

—Aclárese, señor Peralta. ¿Pretende sablearme o adoptarme?

No habían pasado de las presentaciones y don Eduardo ya estaba sudando como un pollo asado. Siguiendo con los símiles, lo que vino después fue como un partido de frontón. Don Eduardo trataba de explicarle por qué tenía que pagar el impuesto; la señorita Margot rebotaba todos sus argumentos con el mismo monosílabo: ¡no!

—¡No sea terca! —acabó gritando don Eduardo, perdiendo los estribos—. ¡Aquí tenemos unas tradiciones! ¡Y las tradiciones se respetan! ¿Qué dirían los demás si no? ¿Por qué ella no paga y nosotros sí? ¿Lo entiende? ¡Es una cuestión de equidad!

Por una vez la señorita Margot se explayó más allá de su monosílabo favorito:

—Me importan un bledo las tradiciones que no me parecen justas, mafioso de pacotilla.

Don Eduardo se echó hacia atrás como si hubiera recibido un puñetazo. Aquello le había dolido. Se pasó una mano nerviosa por el bigotillo y los mofletes relucientes de sudor. En los viejos tiempos nos habría ordenado que la matáramos sin pestañear. Pero eso de matar moscas a cañonazos le parecía cosa del pasado. A la desesperada, trató de ofrecerle todo tipo de facilidades: unos meses de carencia, un descuento en la cuota, un préstamo a un interés bajísimo… Pero la señorita Margot seguía en modo pared. ¡No, no, no y mil veces no!

Don Eduardo nos miró resignado. Disimuladamente, se pasó un dedo por el cuello. Tito ni se enteró. La señorita Margot le tenía tan comida la moral que tenía la cabeza agachada como un avestruz. Yo me hice el despistado. Asesinar no es como montar en bicicleta. Prefería que lo hiciera otro. Tato era el único que parecía interesado de veras en las señas de don Eduardo. Lástima que siempre le haya costado tanto interpretarlas… En lugar de degollar a la señorita Margot, se miró el cuello de la camisa buscando algún manchurrón. Don Eduardo probó con otro gesto un pelín más explícito: unos golpecitos secos en el aire. Tato le imitó, pero no descargó ningún golpe fatal en la nuca de la señorita Margot. En lugar de eso, susurró con el puño en alto: “¿Y ahora qué hago, jefe? ¿Te animo?”. Don Eduardo puso los ojos en blanco. Pasando de sutilezas, se agarró el cuello con ambas manos y empezó a hacer unas muecas espantosas. Ahora sí, Tato reaccionó a la velocidad del rayo: corrió a su espalda y le pegó unos trompazos tremendos pensando que se había atragantado.

—¿Se encuentra bien, señor Peralta? —preguntó la señorita Margot, estupefacta.

—Perfectamente —carraspeó don Eduardo, recuperándose de los golpes—. Ya puede irse. Que tenga un buen día.

El primer asalto había terminado. Tito, Tato y yo estuvimos de acuerdo en que la señorita Margot había ganado claramente aquel asalto a los puntos.

***

Nos acercamos al desenlace inevitable de esta historia. Ahora mismo son las seis de la mañana. Dentro de unos minutos asomará por el horizonte ese sol tan espléndido del que os hablaba al principio. Pero hoy no será un día de fiesta. Hoy será un día de luto.

—¿Todo listo? —me pregunta don Eduardo, sentándose en el asiento del copiloto.

Todo listo. Como en los viejos tiempos. El interior del maletero forrado con plásticos. El serrucho, la pala y el saco lleno de cal viva. Lástima que ya no seamos los mismos de antes. No he pegado ojo en toda la noche. A juzgar por sus ojeras, don Eduardo tampoco ha pasado una buena noche. Tito y Tato no nos acompañan. El primero está de baja por ansiedad y el segundo ha sido castigado al rincón de pensar.

San Luis de las Salinas es tan pequeño que el trayecto en coche hasta la casa de la señorita Margot resulta ridículamente corto. Aun así, me da tiempo para desvariar un poco, que, como habréis visto, es mi deporte favorito. Por ejemplo, se me ocurre que en las películas los asesinatos suelen cometerse de noche. En realidad, es mucho más práctico cometerlos al amanecer. Enterrar un cadáver a oscuras tiene que ser un lío que te cagas. No se lo digo a don Eduardo porque, aunque está sentado a mi lado, parece que esté en otra dimensión. El pobrecillo me da pena. Él es un tío importante. No tendría que verse metido en estos fregados. Pero como me dijo ayer cuando me comunicó el plan: “si quieres que algo salga bien, hazlo tú mismo”.

Aparcamos delante de la casa de la señorita Margot. Don Eduardo llama a la puerta.

—¿Y ahora qué quiere? —pregunta ella, en pijama—. ¿No sabe qué hora es?

—¿Podemos pasar? No le robaremos mucho tiempo…

Me sorprendo deseando con todas mis fuerzas que nos cierre la puerta en las narices para poder decir: “¡caramba, jefe, tendremos que matarla mañana!”. Pero ya estamos dentro. La señorita Margot nos pregunta si queremos café. Decimos que sí y la esperamos sentados a la mesa del comedor. Parecerá raro, pero cuando vas a matar a alguien tiendes a postergarlo tanto como puedes. Otra curiosidad es que te vuelves muy atento, como si de repente descubrieras todas las virtudes de tu víctima.

La señorita Margot regresa de la cocina con dos tazas humeantes. Don Eduardo le pregunta si ha reconsiderado su última oferta.

—Es inútil que insista. La respuesta siempre será la misma.

Don Eduardo me hace un guiño. Mira su reloj y se bebe el café de un trago.

—¡Puaj! ¡Un poco fuerte para mi gusto! ¿Qué le ha puesto? ¿Matarratas?

—Demasiado lento —dice la señorita Margot, impertérrita—. Cianuro.

Don Eduardo pone unos ojos como platos. El tiempo parece haberse detenido, pero es mentira. El tiempo nunca se detiene. Tampoco se acelera, aunque a veces lo parezca.

—¡Muy bueno! —exclama don Eduardo, riéndose con toda su alma—. ¡Me ha pillado! ¡Por un momento me lo he creído! Esto sí que no me lo esperaba… ¡Que usted tuviera sentido del humor! ¿No te ha parecido gracioso, Toto?

Soy un esbirro. Cuando el jefe se ríe, yo también lo hago. Así que me sumo a sus risas, pero de repente me doy cuenta de que estoy riéndome solo. Don Eduardo yace muerto en el suelo. Mis ojos van de su cadáver amoratado a la cara impasible de la señorita Margot. Tengo que hacer algo, es obvio. La cuestión es: ¿qué? De momento, mi única reacción ha sido dejar mi taza de café, por suerte intacta, sobre la mesa.

Sin mediar palabra, la señorita Margot me alarga un folleto de su escuela de idiomas, que deja al lado de mi taza. Por un lado, veneno. Por el otro, curso de inglés para principiantes. ¿Me está ofreciendo la posibilidad de elegir?

Pocas veces me he visto ante un dilema tan evidente. Aunque, de hecho, nos pasamos la vida afrontando dilemas de todo tipo. Lo que pasa es que casi siempre actuamos como si transitáramos por una recta infinita de un solo carril. Pero la verdad es que hay un montón de carriles y salidas a ambos lados de la carretera. Tomar uno u otro camino depende en gran parte de ti. Y a veces ocurre, como en mi opinión ocurre en este caso, que una de las dos opciones es mucho mejor que la otra. Y para que no os quepa la menor duda sobre a cuál de las dos me estoy refiriendo, permitidme que termine este cuento haciéndoos una demostración práctica de mis nuevos conocimientos: My father is rich, my mother is poor, my brother is a tailor, and my teacher is a killer. ¿Lo he dicho bien?


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