Muchas culturas antiguas ofrecían sacrificios humanos para apaciguar o halagar a sus dioses. Cada tribu tenía su propio ritual, pero en todos los casos se entregaba lo más valioso que se poseía.
Que la vida es el bien más preciado del que goza la humanidad es una verdad incontestable. A pesar de ello y, aunque nos vanagloriamos del progreso conseguido, mantenemos ese ritual a los “nuevos dioses” que se han instalado en nuestra sociedad.
¿Cuántas vidas se sacrificaron en las sucesivas guerras por el control del petróleo? ¿Cuántas en África para conseguir los minerales imprescindibles en la fabricación de dispositivos móviles? ¿Cuántas mujeres y niñas son entregadas en el altar de la prostitución para que los grandes traficantes de trata puedan seguir amasando su fortuna en uno de los negocios que más dinero mueve en el mundo? La lista sería interminable.
Y cuando la costumbre había conseguido amodorrar en la trastienda de nuestra mente el sacrificio de seres humanos a “los nuevos dioses”, llegó el virus y lo arrastró a la luz iluminándolo con una claridad cegadora.
En estos tiempos de pandemia no se entregan las víctimas implorando la lluvia, las buenas cosechas, la fertilidad o la desgracia para los enemigos como hacían las culturas primitivas, sino que se sacrifican vidas humanas suplicando “salvar el verano”, “los puentes”, “la Navidad”, “la Semana Santa”, envolviendo los ruegos en el cántico: “Nos jugamos los puestos de trabajo”.
Sin lugar a dudas hay que proteger a quienes se quedan sin empleo, a quienes pierden sus pequeños negocios o caen en la pobreza. ¿Pero por qué estos paladines “de la defesa de los puestos de trabajo” no se preocuparon con tal ahínco de su personal cuando les pagaban salarios de esclavitud en una total desproporción a los cuantiosos beneficios que obtenían durante los buenos tiempos del turismo?
Después de un año de pandemia, cuando ya se conoce casi todo de los efectos que cualquier gesto, que cualquier movimiento, tiene sobre la trasmisión del virus y, por consiguiente, sobre la vida humana, “los sacerdotes”, presionados por nuestros “nuevos dioses”, continúan entregándoles víctimas para calmar su ira, como en la época de las tribus primitivas.
Al menos, deberíamos conocer el resultado de dividir los beneficios obtenidos por las vidas sacrificadas. Así sabríamos cuánto valemos.