Sentado en el filo del respaldo del sofá, rígido, con la cabeza alta, despreciando la confortable canastita, Milú mantenía la mirada fija en el tejado que se divisaba desde la única ventana del apartamento. Al sentir una mano sobre el lomo, contrajo los músculos en un gesto que llenó de consternación a su dueño.
Desde que la vecina lo había devuelto a casa, después de encontrarlo en un bloque abandonado correteando con otros gatos, seguía en aquella posición vigilante, incluso de noche. No prestaba atención a su plato favorito ni a la cucharada de yogur que se le ofrecía después de la cena, la que siempre había recibido con fiestas y cabriolas. Comía el pienso con lamidos rápidos y regresaba vertiginoso a su nuevo aposento con el cuerpo tenso y erguido dispuesto a lanzarse nadie sabía bien a qué.
—¿No lo ves? Está alerta porque tiene miedo. Probablemente algún animal debió atacarlo —le decía un amigo.
—Por esas calles ha debido sufrir mucho —apostillaba otro, mientras el dueño, desolado, se recriminaba una y otra vez el descuido de haberse dejado la ventana abierta.
El veterinario dedujo que se trataba de un shock post traumático causado por las experiencias violentas y desagradables que debió de haber tenido durante las dos semanas que anduvo vagabundeando. Le prescribió unas gotas y, si persistían los síntomas, le aconsejaba una visita al psicólogo felino.
Durante el reconocimiento, Milú se comportó con una mansedumbre inusitada. No soltó ni un solo maullido, permitiendo todas las manipulaciones sin protestar; no obstante, el brillo de sus ojos era el de un animal nervioso y febril.
En el trayecto de regreso desde la clínica veterinaria intentó escapar varias veces, a pesar de las caricias de su dueño y de las palabras que, como si hablara a un bebé, le musitaba al oído explicándole el calorcito, la vida confortable y los regalitos que le esperaban en casa. Sin embargo, nada más llegar, sin detenerse a recibir ninguna de las chucherías prometidas, saltó hacia el estrecho alféizar de la ventana y, haciendo equilibrios, trataba de mantenerse pegado al cristal.
Llamaron a la puerta. El dueño, aunque no tenía ninguna duda de que la ventana permanecía cerrada, comprobó una vez más que el pasador ajustaba bien, antes de salir del comedor.
Se trataba de la vecina que, gracias al collar rosa, lo había descubierto en el bloque abandonado. Quería saber cómo se encontraba el minino después de haberlo rescatado de aquel ambiente de suciedad y alimañas. Y, a las preguntas ansiosas del dueño, relató una vez más cómo, después del caso omiso que Milú hacía a su llamada, atrajo a la manada con el pan y algo de jamón que llevaba en el carro de la compra, y así pudo atraparlo.
Milú, oyéndolos, comenzó a arañar el cristal, mientras por su cara se derramaban enormes perlas transparentes que se lamía cuando le llegaban al hociquito.