Genaro: Ataúdes, Zapatos, Muebles

Semana de difuntos


Genaro subía aquella mañana la cuesta que le conducía a sus almacenes pensativo, lento, mirando los hilachos de nubes, como serpientes bravuconas, que amenazaban con devorar un cielo al que el sol no conseguía iluminar. Pese a su lánguido y calmoso caminar, notaba el latir atolondrado del corazón. Al verlo pasar, la gente salía a la puerta de los bares y las tiendas burlona y lo saludaba entre risas, aunque había quienes se santiguaban con estupor.

Genaro alzaba el brazo maquinalmente llevado por la costumbre diaria, concentrado en sus pensamientos. Él era un hombre profundo, inteligente, de grandes ideas. Ya se lo dijeron cuando junto a su tienda de zapatos y muebles decidió vender ataúdes. “Genaro: Ataúdes, zapatos, muebles”. Un éxito comercial. Quienes venían a comprar un ataúd siempre se llevaban unos zapatos para el difunto o algún adorno de decoración para el interior del féretro. Un muchacho compró una vez una lamparita con pilas junto con la caja de su madre. La señora era una gran lectora. ¿Por qué habría que diferenciar las actividades de los vivos y los muertos?

Sí, él era un hombre de ideas geniales que celebraba, y mucho, el dos de noviembre, la efeméride de los difuntos. Y para este año no había inventado, como en los anteriores, flores perennes, floreros antilluvia y antideslizantes o coronas con poleas. Este año, declaró a la jueza, había querido celebrar el día de los difuntos ayudando al género humano.

La noticia del alto número de suicidios que durante los últimos tiempos estaban aconteciendo en el país, le había conmovido hasta las tripas. Aún recordaba el rostro de aquella chica rubia, tan guapa, con una sonrisa amplia, afectuosa que había acabado con su vida solo dos días después de haber pasado por sus almacenes a comprar unos preciosos zapatos de tacón.

La mujer se habría salvado con un tratamiento acorde con su desesperación, pero si la sociedad no le había facilitado una buena terapia psicológica, al menos, él, que al ser bisnieto, nieto e hijo de funerario llevaba en su ADN el don de reconocer en la mirada el brillo opaco de la muerte, podría haberle prestado su apoyo. No se lo podía perdonar.

Encerrado en el ataúd en el que realizaba sus meditaciones, tardó muchas horas en conseguir absolverse de aquella muerte.

Sin embargo, ocurrió un hecho, relató ante la expresión atónita de la jueza, que le señaló el camino por el que debía transitar su ayuda a la humanidad. Fue después de que un cliente le exigiera una rendija de ventilación para el féretro de su padre. A partir de entonces, durante sus reflexiones, podía cerrar la caja consiguiendo un estado de quietud absoluta y una concentración plena. Y en una de esas sesiones de meditación comenzó a gestarse en su cabeza “LA IDEA”.

Copiando las formas de ese tropel de jóvenes que te caza por la calle para apuntarte a una ONG, se dedicó a interpelar a la gente mirándola a los ojos. Sabía que no solo tenía que buscar en rostros llenos de desánimos, postrados, semblantes en los que se reflejara un alicaído y balbuciente ánimo. La desesperación que causaba la vida podría esconderse tras una sonrisa, y descubrirlo en el reflejo de las pupilas era algo que únicamente él sabía hacer.

Cuando el hecho acontecía, entablaba una larga conversación para convencer de lo maravilloso de la vida a quien él consideraba que pensaba quitársela. Y si fallaba en su propósito, les hacía la gran propuesta. Una noche de reflexión, una noche encerrado en un ataúd, con respiradero, por supuesto. Había quienes salían corriendo, tildándolo de loco, pero muchos jóvenes encontraban divertida la experiencia y, burlándose de Genaro, entre guiños y codazos, competían por exponer al vendedor de ataúdes las formas insospechadas con las que pensaban poner fin a sus días.  

En la madrugada se les oía gritar, pero el pacto era que hasta las seis de la mañana no se abriría la caja. Y, al amanecer, salían en estampida del establecimiento, riendo a carcajadas para disimular el temblor y la palidez que aún arrastraban después de la luctuosa noche. Genaro, al verlos, creyendo que se había operado el milagro, se congratulaba por «LA IDEA” y los contemplaba pletórico hasta que desaparecían por la esquina del bulevar. Que aquel muchacho no hubiese resistido el experimento, era algo ajeno a «LA IDEA». Se lo había dicho a la jueza, bien clarito. El chico le había confesado que tenía preparado en casa un montón de ingredientes rarísimos para suicidarse aquella misma mañana. ¿Por qué lo culpaban a él de su muerte?