La ballena de Alberto D.

La sombra liberada

Alberto era un gran dibujante que vivía razonablemente bien gracias a su arte. La obra de Alberto rozaba la perfección y a veces la superaba, a juicio de los críticos. Entre sus clientes estaban las grandes fortunas de Europa.

Cuando había cumplido los cuarenta, Alberto quedó fascinado por las ballenas. Supo de la existencia del animal marino por los relatos que le contaron y unos bocetos torpes que pudo ver, garabatos infames, tras pagarle una fortuna al oscuro comerciante de horrores que conoció en una taberna. La ballena tiene algo de imposible, de pesadilla.

Si es cierto que existen las ballenas, pensó Alberto, quizás la Creación nos la han contado muy mal, y Dios no es tan bueno como parece, ni tiene en mucha estima a la belleza. Y quizás los humanos le importamos poco. Si no fuese así ¿por qué Dios habría creado a la ballena?

—Todos los dibujos que he visto de la ballena son muy malos, hechos por gentes que no saben dibujar. Esto es un desastre que se debe remediar —le contó a su mujer, un domingo por la mañana.

Alberto vendió lo que tenía, empeñó lo que pudo y dejó la casa. Se fue con su mujer y con su hija, muy niña, a buscar a la ballena. Cruzó miles de quilómetros: transitó por parajes tristísimos, helados, grandes llanuras blancas batidas por un viento tremebundo y cruel que dejó los deditos de la niña de color morado pálido, como las malvas de los cementerios. Quizás debemos pensar que Dios es bueno, pero está empecinado en ponernos a prueba constantemente, y por eso nos puso en un mundo muchas veces inhóspito, cuando no feo. Dios quiere poner a prueba nuestra fe día tras día: ¿tan poco se fía él de nosotros?

Tras varias calamidades, robos, ultrajes y llantos, la familia de Alberto llegó a la ciudad de los marineros que conocían a la ballena.

Los marineros le corroboraron que habían visto a las ballenas y que eran mucho más horribles que los dibujos que llevaba y los cuentos que le susurraron. Obtuvo nuevas descripciones. Siempre tuvo que pagar por cada relato, por cada descripción. Poco a poco, Alberto empobreció en la ciudad del puerto y él y su familia empezaron a pasar penurias de verdad. El hambre llegó a sus vidas y les echaron dos veces de las pensiones en las que se alojaban. En la tercera de ellas, se deduce que la familia ocupaba un cuarto minúsculo, sucio y sin ventilación, el fin del descenso hacia la miseria. El relato de Alberto siempre soslaya el punto de vista de la mujer y de la hija: solo sabemos que los tres lo pasaron muy mal, a través de su voz, pero jamás podremos saber qué pensaba su mujer del empeño de Alberto. No sabemos si alguna vez su mujer le preguntó: «Alberto… esa miseria que nos has traído: ¿es el precio que pagamos nosotras por tu obsesión perfeccionista?».

Con los días, los sobornos y la escasez, Alberto consiguió trazar el dibujo definitivo del monstruo marino. Gracias a su habilidad con el lápiz, prodigiosa de veras, dibujó a la bestia abismal en más de cien posturas y escenas, que incluían: la destrucción de barcos, hombres y delfines y tortugas devorados por las fauces fabulosas del animal, el torso de la ballena simulando ser una isla para atraer a marinos incautos, y otras muchas ilustraciones fascinantes.

Convencido del poder hipnótico de la ballena, Alberto intentó vender sus dibujos para salir del mal paso pecuniario y aliviar las estrecheces. Quizás se sentía culpable por el dolor infringido a la familia, quizás solo pretendía llenarse el buche. Pero su empresa fue un fracaso rotundo. Sus dibujos, demasiado precisos, habían conseguido presentar a la ballena como a un animal creíble: la ballena dejó de ser la bestia diabólica y se convirtió en un pez muy grande, y muy gordo, y nada más que eso. Alberto mató al monstruo. Tiempo más tarde, primero los europeos y luego los japoneses, exterminaron a las ballenas.