El musgo se ha cubierto de una capa tenue de rocío que, helado, parece una cubierta de brillantes de la que emergen pequeños tallos verde hierba. El sotobosque dormita en la mañana y la niebla cubre las copas de las encinas y los robles que se aquietan y no mecen ni una de sus hojas. Todo es silencio.
Cruje el camino al contacto con las botas de Jaime. Corretea por entre las matas y no atiende al grito de su padre que le llama: Jaime, Jaime, ¿dónde te metes?
Aunque el amanecer ya está lejano, la luz se asemeja a un tamiz que no deja pasar más que un hilo de claridad. El cielo gris cae como un manto encima del valle y nada, ni nadie, se atreve a romper la quietud de la mañana.
Jaime recoge unas cuantas bellotas y se las muestra a padre. Quiere meterse una en la boca. Padre no le hace mucho caso; anda atareado partiendo troncos. La parte con sus dientes y mastica. No le gusta y escupe. Se lanza de pronto al suelo y las hace rodar sobre el musgo helado.
Ha roto la luz de los brillantes que cubrían el musgo. Ahora las bellotas reflejan el haz de un tibio rayo de sol que ha aparecido entre la niebla. Jaime cierra su puño como quien quiere atraparlo y entre sus dedos mana la sonrisa de quien se sabe dueño del horizonte. Llama a padre y dice: Padre, padre,… mira ¡Tengo el sol en mi mano!