Xibalbá. Fray Ximénez en la postverdad

La sombra liberada

 

Fray Francisco Ximénez (Écija, 1666 – Guatemala, 1722) era un fraile dominico, culto e inquieto, que acometió la tarea de traducir al latín fragmentos del libro sagrado de los mayas, el llamado Popol Vuh. Uno diría que lo hizo por iniciativa propia, por curiosidad sana. En otros tiempos había gente así, incluso en España. El fraile sevillano dio con el asunto de Xibalbá, una de las narraciones del Popol Vuh que le sedujo por motivos que la psiquiatría, si hubiese estado inventada, le habría podido explicar. O tal vez la psiquiatría no tuvo nada que ver con esa seducción y todo se debe a un error de lectura: Ximénez, con el peso de su bagaje católico a cuestas, pensó que en el libro maya había una referencia al concepto del infierno católico. Eso le pareció milagroso y digno de reseña. Y de traducción.

Ximénez debió de pensar, emocionado, que si la idea del infierno estaba presente entre los mayas, se debía sin duda al tremendo poder del dios israelita, capaz de transmitir hasta a los indios de América un concepto clave de su religión. El infierno (su existencia) es un arma muy poderosa para convertir a infieles y, sin duda, el mejor argumento para convencer a los ya fieles de que más les vale portarse bien, obedecer y acatar.

Así, con la idea del infierno católico en la mente, Ximénez tradujo los pasajes de Xibalbá, una narración críptica donde las haya, que supera en oscuridad y simbolismo perverso al Libro de los Muertos egipcio. En ella se cuentan las desventuras de los gemelos Hunahpú e Ixbalanqué durante su travesía del submundo llamado Xibalbá, un mundo subterráneo plagado de dolor, miedo, obstáculos y pruebas. Los hermanos transitan por salas horribles (tiniebla, frío, cuchillos, murciélagos, fieras, calor) hasta llegar a un horrible final que tiene algo que ver con la redención.

Pero pasaron los siglos y aparecieron nuevos traductores. Y analistas sesudos, y filólogos e historiadores críticos. El cuento de Xibalbá, según se dice ahora, no es una versión del infierno católico en clave maya: los mayas pretendían explicar la vida humana como un camino lleno de obstáculos, en donde el dolor, la enfermedad y la muerte no son castigos, sino partes de la vida. Visto así, uno piensa que los mayas eran gentes con una sensibilidad exquisita para construir metáforas literarias de nuestro paso por el mundo.

La traducción de Ximénez ha sufrido un calvario similar al tránsito del infierno de los dos gemelos mayas: casi todo fue desmentido, y hoy se acepta que Ximénez solo pergeñó una burda manipulación del texto indígena para convencer a los indios de los territorios que hoy reciben el nombre de Chiapas y de Guatemala de que más les valía militar en la religión de Cristo, Yahvé y la paloma de fuego.

Sin embargo, Fray Ximénez fue un hombre que se interesó por la cultura y la lengua de los pueblos que conoció. Se cuenta en los libros que el fraile dominaba el quiché, el kaqchikel y el tzotzil. Es lícito suponer que, a pesar de su finalidad evangelizadora, Ximénez era un buen tipo, convencido de la bondad de su misión, y un hombre que sentía un respeto sincero por aquellos pueblos en donde le fue dado predicar, ya que quiso hacerlo en su idioma. El siglo XVII presagiaba el siguiente, y es un momento bellísimo de la historia. Es tan bonito que no creo que lo hayamos superado. En nuestro siglo hay quienes predican la democracia a fuerza de bombas o de decretos, quienes violan leyes democráticas en nombre de una democracia mayor que solo está en sus delirios de grandeza, quienes usan la mayoría parlamentaria para obligar a la mayoría social a someterse a una patria ensoñada. No somos nosotros quienes hemos inventado la postverdad: nosotros solo la hemos ampliado.

Los predicadores de la democracia y de los nacionalismos del siglo XXI no son mejores que los de aquellos tiempos.